Hipódromo de Peralvillo

Ícono del entretenimiento en la capital

Marco A. Villa

En 1882 se inauguró en las “afueras” de la Ciudad de México un recinto que al tiempo sería un punto de referencia para los habitantes del norte de la capital: el hipódromo de Peralvillo. En aquel entonces, este rumbo solía caracterizarse por sus dispersos asentamientos regados en los extensos terrenos a los cuales aún tardaría en llegar la urbanización que luego se amalgamó a la metrópoli, más no el orden y el progreso porfirista en materia de entretenimiento y deportes. Así, la élite, en particular la del Jockey Club, se pasearía por ahí para deleitarse con las carreras de caballos que se realizaban sin falta el día de Santiago, pues era el santo elegido para éstas, además de las temporadas oficiales.

Desde que fue inaugurado por la Sociedad Mexicana de Carreras, este primer inmueble de su tipo −según refiere Manuel Rivera y Cambas en su libro México pintoresco, artístico y monumental− fue un ícono de su época. Además, sabida era su historia colonial, pues el “grande espacio” en el cual se montó la milla donde galoparían a toda marcha los equinos vigilados por los “vedores” estuvo entre las garitas de Peralvillo y Vallejo, parte a su vez de la primera legua del Camino Real de Tierra Adentro. Al tiempo hubo ahí también un cuartel y un campo de maniobras militares.

Pero este pasado virreinal y militar había quedado atrás y la aristocracia miraba ya al otro lado del Atlántico, pues esta diversión hípica –que en el coloso de Peralvillo arrancaba al grito de “Santiago”– innovaba con “el modo de arreglar el local, sometiéndose en todo a las prescripciones a las que se ajusta en Europa, particularmente  en lo relativo a las apuestas”. Sus veintidós socios, quienes “contribuyeron con mil pesos cada uno” para la conformación de su grupo, al que también sumó capital el gobierno federal y otros ministros, terminaron gastando alrededor de treinta mil pesos en la edificación del inmueble, que finalmente comprendió un área aproximada de seiscientos mil metros cuadrados.

Hasta antes de este sitio, en varias poblaciones de la República Mexicana las carreras de caballos se llevaban a cabo en sitios elegidos de forma arbitraria y hasta llegaban a ser clandestinas; en ambos casos, muy concurridas, pues se anunciaban con anticipación mediante carteles públicos, “a fin de dar solemnidad a la diversión”. En la Ciudad de México fueron populares los llanos de San Lázaro, el rancho de Nápoles o los extensos terrenos contiguos a la iglesia de Panzacola –donde tal tradición llegó hasta mediados del siglo XX–. Por ello quizá, al pasar los lustros, el hipódromo de Peralvillo vio llegar a sus instalaciones gente de variados y hasta lejanos sitios del Distrito Federal, sobre todo en sus dos clásicas temporadas del año, una entre primavera y verano, más la de otoño.

El recinto prestó también sus instalaciones a otra clase de espectáculos, como carreras de bicicletas y algunos actos culturales cuya organización estuvo a cargo de importantes clubes de alcurnia de la capital, como el mencionado Jockey Club, el alemán, el francés o el militar. De hecho, la colonia alemana organizó aquí también la primera competencia de automóviles en México para celebrar el cumpleaños del emperador Guillermo II. Pero el desarrollo urbano de la ciudad, así como la apertura de nuevos centros del tipo, como el hipódromo de Indianilla o el hipódromo de la Condesa, inaugurados en 1895 y 1910 respectivamente, mermaron poco a poco su popularidad hasta que cerró.

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