Una zapatista aristocrática

Recuerdos de doña María Cristina Méndez

Héctor Pérez-Rincón García

En ocasión de la visita a México, en enero de 1961, del presidente del Perú Manuel Prado Ugarteche, durante el gobierno del licenciado Adolfo López Mateos (1958-1964), se inauguró por ambos mandatarios, en el Museo de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, en Ciudad Universitaria, una magnífica exposición sobre el país andino. No recuerdo cómo es que el joven estudiante de Medicina que yo era fue invitado con otros compañeros a asistir a esa fastuosa ceremonia con figuras relevantes del gobierno, el cuerpo diplomático, el arte y la cultura.

En medio de esa distinguida concurrencia, mis compañeros y yo encontramos a una bella y simpática joven con la que pronto iniciamos una plática. Ella iba acompañada de su madre y de una aristocrática y anciana dama, de notable elegancia, que lucía un collar de dos hileras de perlas. Su plática y simpatía hicieron que nuestra atención mudara de la joven hacia ella. Me sorprendió el respetuoso y muy afectuoso saludo que le hicieron doña Amalia González Caballero de Castillo Ledón, entonces miembro del gabinete del presidente López Mateos, y los pintores Adolfo Best Maugard y Jesús Reyes Ferreira.

Al final de la ceremonia, tras recorrer la exposición, la distinguida señora –quien era vecina de la joven que nos había interesado– nos invitó a visitarla en su departamento de la calle Porfirio Díaz, muy cerca de Parque Hundido, en la Ciudad de México. Así comenzó una amistad con doña María Cristina Méndez Ehlers, un personaje a todas luces interesante, con una biografía sorprendente. Era prima hermana de don Justo Sierra Méndez, el ministro de Instrucción Pública de don Porfirio, y de don Genaro Fernández MacGregor, que fue rector de la UNAM y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

A lo largo de su vida, la señora Méndez tuvo oportunidad de conocer a un número importante de personalidades de la política y la cultura mexicana de su época, desde los “Científicos” del Porfiriato hasta los integrantes del Ateneo y la generación de jóvenes políticos que habrían de sustituir a la gerontocracia porfirista después de la Revolución. La inteligencia de José Vasconcelos la había deslumbrado, en tanto que consideraba a Isidro Fabela “algo tonto”.

Nació el 15 de septiembre de 1881, de acuerdo con su autobiografía, cuya escritura comenzó en sus años seniles: “Nací en la casa situada en la esquina de Montealegre e Indio Triste, lo que tal vez explique las oscilaciones de mi carácter”. Fueron sus padres Pedro Germán Méndez Echegarreta y Ana Cristina Ehlers Díaz del Castillo.

Se casó muy joven con un rico terrateniente yucateco, Alonso Regil Casares, y vivió un tiempo en una opulenta hacienda en Yucatán. En 1910, habitando ya en la Ciudad de México, fue elegida como “la joven más bella de las Fiestas del Centenario”. No obstante, mientras se convertía en una joven admirada dentro de la aristocracia mexicana, la señora Méndez comenzó a tomar conciencia de la dolorosa desigualdad de la sociedad en que vivía; primero en Yucatán, sorprendida y dolida por la condición de esclavitud de los peones mayas de las grandes haciendas henequeneras; más tarde en la Ciudad de México, cuando se incorporó al grupo de jóvenes reclutadas –entre las damas de la alta sociedad– como enfermeras voluntarias por el doctor Eduardo Liceaga, fundador y director, desde 1905, del Hospital General de México.

En ese nosocomio era imposible no ver la miseria e indefensión de las clases populares que ahí se atendían. A un llamado del doctor Liceaga, en horas de la madrugada, las señoras de ese grupo olvidaban la fatiga del baile del cual apenas llegaban y se presentaban solícitas a auxiliar en la emergencia a la que había citado el célebre y exigente galeno. Pronto tomó consciencia de que esa injusticia tan evidente y poco cristiana merecía un remedio eficaz. Así, el estallido de la Revolución, pocas semanas después de las Fiestas del Centenario, le provocó entusiasmo y consideró que las cosas cambiarían drásticamente en su país tras el derrumbe del sistema porfiriano, por otra parte, tan benéfico para su familia y su clase social. Decidió entonces que algo tenía que hacer para apoyar a los desposeídos que habían entrado a ese movimiento revolucionario.

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