Aquel cálido 16 de abril de 1964, el gigantesco ídolo puso sus ojos hacia el cielo durante su largo trayecto entre el poblado mexiquense de San Miguel Coatlinchan y la Ciudad de México, ante la mirada atónita de cientos de curiosos que vieron pasar, desde el amanecer hasta casi la medianoche, el colosal transporte de 64 llantas, sobre el cual decenas de trabajadores habían montado las más de 160 toneladas de la mole de cantera. Dejaba así aquel adusto terreno cercano a la barranca de Santa Clara, en donde moró durante más de medio milenio. Aunque ya se le conocía desde la década de 1880, fue hasta 1903 que pudo vérsele en su total fisonomía luego de las excavaciones dirigidas por el antropólogo y arqueólogo Leopoldo Batres a partir del verano de ese año. Desde entonces lo llamaron Tláloc.
El ídolo, “rudimentariamente labrado, que no presenta en su estructura nada que lo asemeje a las esculturas que conocemos de los pobladores precolombinos del Valle de México” –de acuerdo con lo que relata Batres en su libro ¿Tláloc? Exploración arqueológica del oriente del Valle de México–, fue durante décadas parte del paisaje para los pobladores que solían dar algún paseo por ahí: un entrañable compañero en la cotidianidad de los lugareños.
Por ello, cuando a principios de 1964 se supo que el monolito era el indicado para posar afuera del nuevo y flamante Museo Nacional de Antropología (a ubicarse sobre Paseo de la Reforma), un grupo de coatlinchenses decidió manifestar su enojo y sabotear lo que consideraban un despojo, mediante acciones como ponchar las llantas de dos tractocamiones que lo trasladarían o echar tierra a los tanques de gasolina.
Claro que eso no era un problema menor, pero tampoco el único. Desde que su supuesta identidad fue revelada a la sociedad por Batres en los albores del siglo XX, la efigie estuvo marcada por la polémica. Para muestra, los dimes y diretes entre este último y Alfredo Chavero, que incluso se convirtieron en implacables insultos –como refiere el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma– y que cuestionaron si era o no dicha deidad. Matos expone que Chavero, en el tomo uno de México a través de los siglos, señaló que “se trataba de una estatua colosal de Chalchiuhtlicue [deidad de las aguas embalsamadas], de 7 metros de altura, 3.80 de ancho y 1.50 de espesor, que es el ídolo antiguo más grande que conocemos [...] tiene destruidas las manos y estropeado el rostro [...]. Tiene además el inmenso monolito en las manos un instrumento, que parece debía sonar soplando en él”; además, la incluyó en la parte dedicada a la cultura mexica.
Más de una década después, al término de las excavaciones, Batres aportó más elementos a la descripción y aprovechó para rebatir lo enunciado por Chavero. Así, don Leopoldo desestimó las medidas indicadas por su contraparte, además de aportar más detalles del instrumento que porta en las manos; infiere que la efigie nunca estuvo de pie y expone que Chavero “trastorna los sexos, pues la estatua de Coatinchán [sic] pertenece al sexo masculino y no al femenino. Tan es así […], que el mismo autor que la clasificó femenina asegura que lleva el maxtli, o sea el maxtlatl como le llama Molina en su diccionario, quien […] dice que significa en español bragas, y según el Diccionario de la Lengua Castellana última edición de la Academia, bragas quiere decir especie de calzones anchos, y las autoridades en materia de historia antigua de México, como Torquemada, Sahagún y otros, al describirnos a la diosa Chalchiuhtlicue, no dicen que llevara calzones, sino enaguas o camisón de color azul; el monumento de que nos ocupamos no tiene más que el maxtlatl usado por los hombres, visto por el señor Chavero, pero no enaguas”.
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