5 de mayo de 1862, la batalla por la dignidad

Bernardo Ibarrola

El general Ignacio Zaragoza tenía 32 años cuando dejó el Ministerio de Guerra para tomar la jefatura del Ejército de Oriente y detener la marcha de los franceses sobre la capital.

 

Al mediodía del 5 de mayo de 1862 las tres baterías de cañones de la fuerza expedicionaria francesa abrieron fuego contra los fortines de Loreto y Guadalupe, dos antiguas edificaciones religiosas a las que se habían agregado obras de defensa durante la guerra de Independencia para proteger a la ciudad de Puebla de las fuerzas insurgentes. El plan de ataque del ejército comandado por el general Charles Ferdinand Latrille, conde de Lorencez, era simplísimo: tomar a sangre y fuego estas fortificaciones erigidas en el cerro Acueyametepec o de Loreto y Guadalupe, único punto desde el que se podía oponer alguna resistencia; una vez logrado esto, ocupar la capital de Puebla, desde donde se prepararía la campaña definitiva sobre la ciudad de México, y así concluir la operación lo antes posible.

La batalla que comenzaba parecía un simple trámite. Nueve días atrás, en su último reporte antes de abandonar Orizaba, el conde de Lorencez había planteado así las cosas a Édouard Thouvenel, ministro de asuntos extranjeros de su país:

 

Tenemos sobre los mexicanos tal superioridad de raza, de organización, de disciplina, de moralidad y de elevación de sentimientos, que suplico a Vuestra Excelencia se sirva decir al Emperador, que desde ahora, a la cabeza de sus seis mil hombres, soy dueño de México.

 

Los atacantes

Los cálculos franceses para las operaciones bélicas en México se hicieron bajo el supuesto de que se sumarían a las fuerzas interventoras grandes contingentes de militares mexicanos. Por ello, para su aventura en América Napoleón III no destinó cientos de miles de hombres –como había hecho unos años atrás en el mar Negro– ni grandes flotillas para bloquear puertos, tomar el control de rutas comerciales y transportar, completos, cuerpos de ejército, como en las operaciones en Indochina iniciadas dos años antes. Parecía tratarse, más bien, de una operación limitada en la que la acción de un pequeño contingente podría tener consecuencias enormes, como había ocurrido en China en 1858, donde ocho mil franceses derrotaron a más de cuarenta mil soldados nativos.

Sus experiencias anteriores, sumadas a un exacerbado racismo y la ignorancia que éste genera, explican la forma de pensar del conde de Lorencez. Pero, por otra parte, el jefe de la expedición tenía buenas razones para confiar en el poder de sus fuerzas. Los seis mil hombres que había puesto a su disposición el “emperador de los franceses” formaban parte de un sólido y experimentado ejército permanente y eran comandados por oficiales egresados de las escuelas militares más reputadas del mundo. Ninguno de estos hombres estaba en las filas en contra de su voluntad; tanto los soldados europeos que integraban el 99º Regimiento de Infantería de Línea y el 1º Batallón de Cazadores a Pie, como los norafricanos del 2º Regimiento de Zuavos y el 2º Escuadrón de Cazadores de África, se habían alistado voluntariamente y recibían un salario que se pagaba puntualmente. Esa era también la situación de los recién creados Batallón de Fusileros de Marina y Regimiento de Infantería de Marina. Aunque sujetos a una durísima disciplina militar, estos soldados eran, en cierta forma, empleados del ordenado, complejo y poderoso Estado francés.

Las fuerzas expedicionarias estaban equipadas como las mejores del mundo. Sus dieciocho piezas de artillería, aunque todavía eran de carga por la boca (o avancarga), poseían dos innovaciones incorporadas hacía menos de una década: el ánima rayada del cañón y proyectiles ojivales con una guía para ésta, que aumentaba la precisión del tiro y el alcance a cerca de tres kilómetros. Por su parte, los soldados estaban armados con el fusil de infantería modelo 1857 de 17.8 mm, la última versión –también la más sofisticada y eficaz– de arma individual de avancarga y munición en cartucho de papel.

Los defensores

A las nueve de la mañana del 5 de mayo de 1862, una de las piezas de artillería instaladas en el fuerte de Guadalupe disparó una salva, señal convenida para prevenir de la presencia del enemigo en la zona. De inmediato, las campanas de la catedral de Puebla comenzaron a tocar a rebato para que tanto las unidades militares como la población civil hicieran los últimos preparativos de guerra.

Una hora después el general Ignacio Zaragoza, comandante en jefe del Cuerpo de Ejército de Oriente, al observar que la mayor parte de las tropas enemigas se dirigían a los fuertes de Loreto y Guadalupe, concentró ahí el grueso de sus fuerzas. Además de la Segunda División (1 200 soldados a pie o de infantería) comandada por el general Miguel Negrete –emplazada en el cerro desde el día anterior–, colocó ahí la brigada del general Felipe Berriozábal (1 082 infantes) y puso en la falda noroccidental del cerro la columna de 550 soldados a caballo –conocidos como “dragones” o “lanceros”– bajo las órdenes del general Antonio Álvarez para que cargara contra el enemigo cuando fuera oportuno. Poco después envió al mismo sitio una parte de la Brigada Lamadrid (1 020 soldados), mientras que la otra se quedaba con la Brigada Díaz (mil hombres) en el llano que hay entre el cerro de Loreto y Guadalupe y las lomas de Tepoxuchil, entonces en el lindero oriental de la capital poblana.

¿Un ejército nacional?

Para el mediodía, cuando comenzó el fuego de artillería francés, los cerca de cinco mil soldados mexicanos estaban ubicados donde lo dispuso su jefe y parecían razonablemente disciplinados. Los civiles estaban encerrados en sus casas o habían buscado refugio en otras poblaciones. La ciudad, el estado de Puebla... todo el país había sido puesto en estado de sitio para enfrentar a los invasores y expulsarlos del territorio nacional. Sin embargo, creer que éste era un ejército nacional es un error de apreciación e interpretación que se ha repetido durante 150 años.

La fuerza que estaba a punto de batirse contra los franceses, el Cuerpo de Ejército de Oriente comandado por Zaragoza, era una confederación de fuerzas militares regionales, la primera que tuvo una victoria sobre un ejército extranjero. El hecho de que esta fuerza militar haya podido estar donde estaba al mediodía del 5 de mayo de 1862 es acaso más notable y extraordinario que la derrota que habría de infringir a los invasores franceses en la batalla que ocurrió en las horas siguientes.

En diciembre de 1860 los liberales terminaron con la capacidad del bando conservador para controlar partes significativas del territorio nacional, pero no lo derrotaron definitivamente. Transformadas en unidades guerrilleras, sus fuerzas hostilizaban intermitentemente e impedían que el gobierno tomara el control del territorio y pudiera, en suma, gobernar. A partir de abril de 1862, tras la retirada de los contingentes españoles y británicos, cuando comenzó formalmente la invasión francesa, los prohombres conservadores en el exilio regresaron e intentaron restablecer su gobierno, mientras que las guerrillas de esa facción intensificaban sus acciones: Juan Vicario en las montañas de Guerrero, Tomás Mejía en la Sierra Gorda de Querétaro, Manuel Lozada en el cantón de Tepic, etcétera.

Durante la Guerra de Reforma la lealtad de jefes militares, caciques regionales y gobernadores podía mutar en cualquier momento de un bando a otro. Por eso, desde que se anunció la llegada de la flota tripartita (Inglaterra, España y Francia), el gobierno encabezado por Benito Juárez elaboró una argumentación de soberanía y defensa de la nación por encima de ideologías y cuentas pendientes. Antes de la ley del 25 de enero de 1862, que permitía juzgar como traidores a la patria y ejecutar a quienes ayudaran a los extranjeros, se promulgó una de amnistía para que los antiguos enemigos pudieran acercarse al gobierno liberal y cooperar en la causa común de la defensa del país. Ese fue el caso de no pocos oficiales conservadores, como el general Miguel Negrete, hombre fuerte de la Sierra Norte de Puebla, a quien se confió nada menos que la defensa de los cerros de Loreto y Guadalupe.

Lo que realmente contaba no eran las disposiciones de carácter nacional que permitían echar mano de fondos públicos para la guerra y poner en las unidades de Guardia Nacional, bajo el control de los gobiernos estatales, a casi cincuenta mil mexicanos, sino las lealtades de los hombres de guerra y gobernadores, así como sus gestos concretos en apoyo del gobierno nacional, aparte de sus posibilidades reales para prestarlo, pues a la extendida y habitual penuria económica se sumaba muchas veces el conflicto con alguna unidad conservadora que impedía el desplazamiento de fuerzas fuera de cada zona.

En muchas partes del país la guerra civil no había terminado. El 4 de mayo, por ejemplo, la brigada del general Antonio Carvajal tuvo que abandonar Puebla para repeler una avanzada conservadora de 1 200 dragones que amenazaban la capital desde Atlixco, al suroeste de la ciudad de Puebla. Evitar que el ataque se realizara por varios puntos y que grandes contingentes de mexicanos reforzaran al cuerpo expedicionario francés fue tan decisivo como reunir a las fuerzas liberales leales y disponibles en el estado. Ésas, aunque importantísimas, no suelen ser tareas de un verdadero ejército nacional.

La batalla

Aproximadamente a las dos de la tarde el conde de Lorencez ordenó el asalto a los fortines de Loreto y Guadalupe pues, contrariamente a lo supuesto por el Estado Mayor francés, había agotado más de la mitad de su parque de municiones sin conseguir que la heterogénea tropa mexicana –reclutada a la fuerza en muchas ocasiones, sin uniforme y en algunos casos casi desnuda; armada según su lugar de procedencia con fusiles y mosquetones más o menos obsoletos y en casos extremos solo con armas blancas; mal alimentada y casi nunca pagada– se dispersara despavorida, pues había resistido el bombardeo en sus puestos. Aunque muy pocos de sus oficiales habían pasado por las aulas del Colegio Militar –en los periodos que estuvo abierto–, todos contaban con una intensa experiencia en operaciones de guerra y conocían muy bien a los hombres bajo su mando, pues provenían de las mismas regiones y aun de los mismos poblados.

Hasta entonces, los veintidós viejos cañones de las fuerzas mexicanas no habían entrado en acción, pues el enemigo se había mantenido fuera de su limitado alcance, pero una vez que éste se lanzó en dos columnas –una de zuavos y otra de infantes de marina, 1 200 hombres en total– al asalto de los fortines, algún daño pudieron infringirles, aunque su rechazo fue obra, sobre todo, de las unidades de Guardia Nacional de Tetela de Ocampo y Zacapoaxtla (Negrete), y de Veracruz y Toluca (Berriozábal).

Al constatar la inesperada cantidad de bajas y el hecho de que, a pesar del fuego artillero inicial, no se había podido abrir ninguna vía en los muros de las fortalezas ni instalar una sola de las escaleras improvisadas en éstos, Lorencez decidió replegar sus fuerzas, reorganizarlas y lanzar un segundo ataque con casi 1 800 hombres en tres columnas, pero concentrando sus esfuerzos en el fortín más débil, el de Guadalupe. Mientras que la primera columna buscaba tomar el baluarte norte del fortín, la segunda intentaría rodearlo para atacarlo por su parte más desprotegida. Nuevamente, las fuerzas del Estado de México, apoyadas en esta ocasión por los Cazadores de Morelia, repelieron el ataque y el Batallón Reforma, de la Brigada Lamadrid, que se había quedado en el llano, contuvo el avance de la columna que quería rodear el cerro, la cual acabó por dispersarse en su ladera oriental. La tercera columna, que intentaba avanzar por el llano e iniciar el ataque por la ladera sur del cerro, fue contenida por los rifleros de San Luis y los cuerpos oaxaqueños de Guardia Nacional, comandados por el entonces coronel Porfirio Díaz.

Por fin, una de las escaleras improvisadas consiguió colgarse de los muros de Guadalupe, pero los soldados que lograron escalar fueron eliminados pocos metros después de iniciar su marcha por el terraplén del fortín, víctimas de las líneas de defensa establecidas en torno de la iglesia. Del otro lado del cerro, junto al fortín de Loreto, las unidades a caballo del general Álvarez recibieron la orden de cargar por el flanco derecho de la columna que seguía desgastándose por el baluarte norte. En el llano, las fuerzas de Díaz, tras contener a los Cazadores de África, consiguieron hacerlos recular e iniciaron su persecución hasta las cercanías de la Hacienda de Rentería, utilizada como cuartel por los franceses la mañana de ese día. Una fuerte lluvia que dificultaba aún más las tentativas de ascenso por el cerro, acabó de hacer fracasar los afanes franceses, cuyo cuartel general ordenó la retirada.

Aunque las unidades al mando de Díaz y Álvarez intentaron continuar la persecución de los franceses, la disminución de luz debido a la hora, acelerada por las nubes de lluvia, obligó a ambas fuerzas a concluir las operaciones. Los franceses consideraron reagruparse y lanzar un tercer ataque. Poco antes de las seis de la tarde, Zaragoza envió a la capital del país uno de los telegramas más célebres de la historia de México, en el que informaba sobre la victoria: “Calculo la pérdida del enemigo [...] en 600 o 700 entre muertos y heridos; 400 habremos tenido nosotros”, decía en el fragmento final. En su parte oficial firmado el 9 de mayo, Zaragoza, el general texano de 33 años que nunca en su vida puso un pie en una escuela militar, resumía lo ocurrido con sencillez y precisión: “El ejército francés se ha batido con mucha bizarría: su general en jefe se ha portado con torpeza en su ataque”.

Los siguientes días estuvieron marcados más que por la victoria mexicana en la batalla, por las características reales de las agrupaciones militares que se enfrentaron: la fuerza expedicionaria se replegó ordenadamente por el camino de Veracruz y no dejó heridos ni muertos sin enterrar, ni armas o municiones abandonadas. El Cuerpo de Ejército de Oriente, por su parte, no pudo iniciar una contraofensiva porque no contaba con fuerzas suficientes para proteger Puebla de otro posible ataque conservador por el sur y porque era mucho más fácil mantener el orden y la disciplina del abigarrado conjunto de fuerzas regionales si se le tenía más o menos encerrado en una ciudad. Estas características marcarían la lógica de los acontecimientos por venir: la nueva y frustrada defensa de Puebla un año después, en un sitio de varias semanas de duración, el dominio de las fuerzas conservadoras y de intervención, la resistencia inverosímil de los liberales y la refundación de la República cinco años después de su primera victoria nacional.

 

El artículo "5 de mayo de 1862, la batalla por la dignidad" del autor Bernardo Ibarrola se publicó ínrtegramente en Relatos e Historias en México número 45.