En un pueblo enclavado en la exuberancia del Soconusco chiapaneco se levanta un obelisco que honra la memoria de los japoneses que arribaron a esa región hace 120 años. Era un puñado de hombres motivados por Takeaki Enomoto, un samurái soñador dispuesto a construir una comunidad utópica.
En Escuintla y sus alrededores es común encontrar apellidos como Nakamura, Mitsui, Yamamoto, Ota, Komukai, todos ellos claramente japoneses sobre rostros que el mestizaje ha disuelto a lo largo de varias generaciones.
Para los descendientes de japoneses en México, la llamada colonia Enomoto en Chiapas constituye la piedra fundacional de una sociedad de inmigrantes que fueron llegando por oleadas a lo largo del siglo XX. Existe desde luego la historia tersa, la que enaltece al vizconde Takeaki Enomoto como el visionario que sembró la semilla de una comunidad asiática en suelo mexicano; la verdadera historia, sin embargo, la que narra los sufrimientos y desengaños de los primeros colonos, apenas si se conoce.
Los motivos de Enomoto
Debió ser en el verano de 1897 cuando aquel grupo de japoneses se reunió en torno a Toraji Kusakado, líder de la colonia. Él al centro, no pudo soportar las imputaciones que se le hacían de negligente, de haber embarcado al grupo en una empresa sin sustento y de ser el causante de los males que padecían a un par de meses de haberse establecido en la localidad de Escuintla, contigua a Acacoyagua.
Kusakado se hincó y ejecutó el ritual denominado dogueza, un acto de verdadera humillación frente a sus compañeros. Prometió acudir personalmente al encuentro del vizconde Enomoto, a exigirle los fondos prometidos para el éxito de la empresa. Es inevitable preguntarse ¿qué hacían esos japoneses en el otro extremo del océano Pacífico y en el sitio más recóndito del sureste mexicano? ¿Qué los movió?
Todo nació de una quimera que se formó Takeaki Enomoto en París, entre 1862 y 1867, cuando estudiaba la tecnología naval de la Armada francesa. Eran años –recuérdese– en los que Napoleón III decidió emprender una intervención en México, de manera que este país aparecía recurrentemente en la prensa y los corrillos parisinos.
Enomoto conoció a varios oficiales que le hablaron de Veracruz y Puebla, y de lo hermoso que era el paisaje mexicano. Entabló una amistad especial con el capitán Jules Brunet, veterano de la intervención. Brunet a su vez se sintió atraído por la filosofía de los samuráis encarnada por aquel japonés.
Como resultado de esa amistad, “Napoleón le petit” –como lo llamaba Víctor Hugo– otorgó su venia para que Brunet viajara a Japón a asesorar al régimen del shogún Tokugawa Yoshinobu, el cual estaba forzado a modernizar la tecnología de guerra a fin de encarar el desafío de las fuerzas que querían reinstaurar al monarca Meiji en el poder.
Fue así como Enomoto llevó consigo conocimientos valiosos acerca del orden europeo; lo acompañó Brunet y una imagen idílica de México. Durante su estancia en París estudió la obra del socialista Charles Fourier, cuyo pensamiento inspiró a los jóvenes revolucionarios que levantaron barricadas en 1848.
Fourier concebía una sociedad armónica y feliz cuyos preceptos éticos se asemejaban al Bushido, el código de conducta indeclinable para todo samurái.
Cuando el shogunato se rindió ante las fuerzas leales a Meiji, el flamante almirante Enomoto, de 32 años, se declaró en rebeldía y se apertrechó en el puerto de Hakodate, ubicado en la isla norteña de Hokkaido, con el apoyo de Brunet.
Enomoto intentó fundar en Hokkaido un país independiente que se regiría por los valores del Bushido y por las normas del cooperativismo de Fourier. Como varios miembros de su estirpe, temía que las reformas de Meiji redundaran en la pérdida de los valores propios de los samuráis; su causa, sin embargo, era sui géneris, ya que por un lado no admitía cambios en el estatus de la clase samurái, y por otro deseaba imprimirle a su sociedad tintes socializantes.
Proclamó la independencia de Hokkaido el 15 de diciembre de 1868 bajo el nombre de República de Ezo, con una organización política constituida por tres poderes, aunque regida por los principios samuráis. Enomoto fue investido como presidente y se convirtió desde ese instante en enemigo público del gobierno de Meiji. Al año siguiente, los ejércitos del general Kuroda Kiyotaka invadieron Hokkaido y derrotaron a Enomoto. La efímera República de Ezo se derrumbó y su líder fue apresado y acusado de alta traición, en tanto que Brunet fue deportado a Francia.
Después de tres años de encierro, Enomoto fue indultado e incorporado al exclusivo círculo de allegados a Meiji con el título nobiliario de vizconde. Fue Kuroda quien intercedió por él, quizá porque consideró que los conocimientos que había adquirido durante su estadía en Europa podían ser de provecho para el nuevo régimen. En la mente de Enomoto persistió, no obstante, la idea de crear un Japón alternativo en algún lugar del mundo, mezcla bizarra de Fourier y de Musashi.
Aparece México en el horizonte
El flamante vizconde realizó una carrera ascendente en la administración pública hasta que en 1891 asumió el mando del Ministerio de Asuntos Exteriores. El 10 de noviembre de ese año ante a él se presentaron el ministro plenipotenciario de México en Japón, José Martín Rascón, y el primer secretario, Mauricio Wollheim; la ocasión fue formidable para plantearles a los mexicanos un asunto que desde años atrás daba giros en la cabeza de Enomoto: la implantación de una colonia japonesa en ese país.
A Rascón le pareció una magnífica idea, máxime porque coincidía con la política poblacional de México enfocada a incentivar la colonización de terrenos baldíos con inmigrantes extranjeros. Tan importante era la propuesta que Rascón decidió embarcarse para plantearla ante las autoridades del país; mas ocurrió algo inesperado: el plenipotenciario mexicano sufrió un ataque al corazón en la ciudad estadounidense de San Francisco y murió.
El fallecimiento sorpresivo de Rascón obligó a que Wollheim quedará como encargado de negocios de la legación mexicana en Tokio…
El sitio ideal estaba en Chiapas
La ejecución del proyecto llevó sus años, con ires y venires de misiones ex profeso para reconocer el lugar y negociar los términos con el gobierno de México. Al agrónomo Kusakado se le comisionó la inspección de las tierras en Escuintla y su visto bueno fue esencial para la toma de decisiones; él se encargó de reclutar y adoctrinar a los 36 voluntarios que viajarían bajo contrato. Todos zarparon de Yokohama el 24 de marzo de 1897 y arribaron a San Benito, Chiapas, el 10 de mayo, después de padecer los estragos de un viaje que costó la vida a uno de ellos.
Enomoto estaba ilusionado. Wollheim fue elogiado por Matías Romero. Don Porfirio se mostró tan orgulloso del germano-mexicano que ordenó su ascenso a ministro plenipotenciario de México en Japón. El 18 de septiembre, Wollheim presentó sus cartas credenciales ante el emperador Meiji, pero ya entonces se sabía que los colonos de Escuintla estaban siendo presas de la fatalidad.
No era lo que se esperaba
Los jóvenes pioneros recorrieron a pie el trayecto a Escuintla, de noche para evitar el intenso calor. Izaron la bandera del sol radiante el 19 de mayo y comenzaron a trabajar en la edificación de un nuevo Japón. Después de un mes, los ánimos comenzaron a decaer a consecuencia del clima extremoso, las lluvias excesivas, la malaria y la falta de dinero. Los agrónomos, aunque versados en literatura sobre el café, por más que lucharon no consiguieron sacarle provecho a aquel suelo ajeno. De nada les sirvió el adoctrinamiento en cooperativismo y ética samurái; finalmente se rindieron.
Ante las sospechas de que Kusakado no había inspeccionado el lugar antes de que se estableciera la colonia, fue obligado a confesar y ejecutar el ritual de humillación descrito líneas arriba. Postrado y lloricoso, se comprometió a viajar al encuentro de Enomoto para solicitarle el capital y los apoyos que había ofrecido. Mas si acaso el trance con los colonos fue vergonzoso, peor aún fue el que pasó cuando encaró al vizconde; este procedió con total frialdad a disolver la empresa y se olvidó de los desdichados colonos de Escuintla.
Ya podemos imaginar el estado anímico del pobre Kusakado, quien jamás retornó a México porque, en un acto que la cultura samurái estima como magna expresión de honor, se quitó la vida.
El ministro japonés en México, Murota Yoshifumi, se enteró de las penurias de sus connacionales solo hasta que un día de agosto del 97 se presentó ante la legación un conjunto de “zombis” que habían viajado desde Chiapas: eran los colonos de Enomoto que habían recorrido 1 200 kilómetros “a pie”. Murota los alimentó y les ofreció descanso, pero al cabo de unos días los devolvió a Escuintla a cumplir con sus contratos.
Al grupo no le quedó más remedio que dispersarse para sobrevivir. En la mayoría de los relatos acerca de la colonia Enomoto en Chiapas se destaca al vizconde como el gran forjador de la primera comunidad formal de inmigrantes japoneses en América. La cruda realidad, sin embargo, es que en menos de tres meses la utopía se desplomó, y él y Wollheim abandonaron por completo a su suerte a los colonos.
Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Una utopía social japonesa en Chiapas a finales del siglo XIX" del autor Víctor Kerber Palma, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 105.