Una vez en México, Lorencez inició pronto el ataque. En la ruta a Orizaba doblegó a los jinetes de Felix Díaz, hermano de Porfirio. Las tropas francesas arrestaron a algunos mexicanos que después llevaron ante su jefe.
La aventura mexicana
Napoleón III le confió a Lorencez la jefatura de la intervención en México por su lealtad y prestigio. Era la comisión más importante que había recibido y la vio como un paso clave en su carrera. Llevaba instrucciones de desconocer al presidente Benito Juárez y marchar a la Ciudad de México con 7,300 soldados para establecer un imperio.
El 20 de enero de 1862 zarpó a bordo del vapor Forfait, desembarcó en Veracruz el 6 de marzo y el día 20 recibió el ascenso a general de división. El 19 de abril inició hostilidades sin hacer una declaración de guerra; camino a Orizaba, batió al grupo de jinetes del teniente coronel Félix Díaz, hermano de Porfirio Díaz.
A pesar de caracterizarse por ser un general precavido, como había demostrado en campañas previas, en México quedó cegado por una confianza excesiva. En Orizaba formó una columna de avance de solo 6,300 elementos para penetrar al interior del país, dejando al resto de sus soldados en la retaguardia. Tenía fe sobrada en su ejército y en la supremacía mundial del régimen napoleónico, y desestimaba la efectividad de las fuerzas mexicanas del general Ignacio Zaragoza, formadas con gente indisciplinada y reclutada a la fuerza.
El 26 de abril Lorencez escribió un informe al ministro de Guerra francés que concluía con la siguiente sentencia lapidaria, la cual lo ha hecho tristemente célebre y refleja su confianza e idiosincrasia: “tenemos sobre los mexicanos tal superioridad de raza, organización, disciplina, moralidad y elevación de sentimientos que, os suplico, comuniquéis al emperador que, desde este momento y al frente de 6,000, soy el amo de México”. Agregaba que, al llegar a la Ciudad de México, “el gobierno de Juárez iba a cesar y que el príncipe Maximiliano sería proclamado emperador”.
En los barcos anclados en Veracruz dejó cañones de asedio que le hubieran sido útiles frente a Puebla, ya que pensó que no los necesitaría. Dos días después, Zaragoza intentó obstaculizar su avance, aprovechando el terreno elevado de las Cumbres de Acultzingo, pero fue derrotado en pocas horas. Las tropas mexicanas, desmoralizadas, se retiraron en desbandada y Lorencez, cegado por el triunfo, confirmó su prejuicio de la nulidad del ejército contrario; grave error.
Lorencez quedó muy afectado por la derrota; un testigo contaba que su aspecto se trastornó: “retraído, parecía no comprender las palabras con que me esforzaba por calmarlo, [...] presa de un visible terror, guardaba un triste silencio”. Incluso pensó en rendirse ante Zaragoza y su ejército amenazaba con desobedecerlo si volvía a atacar, así que contramarchó a Orizaba bajo persecución. Según uno de sus soldados: la “ciega presunción” fue seguida de “una increíble desmoralización”.
La derrota llevó a Lorencez a la desgracia y lo privó de la oportunidad de recibir el bastón de mariscal, que antes se veía probable. El 20 de mayo llegó a Orizaba, que fortificó aprisa, decidiéndose a resistir a todo trance, y pidió refuerzos. El 17 de junio Zaragoza intentó expulsarlo, pero Lorencez lo rechazó y, para su suerte, no recibió otro ataque.
Sin embargo, Napoleón III, al enterarse de la derrota en Puebla, envió al general Élie-Frédéric Forey para suplirlo, con más de 20,000 soldados de refuerzo, y colocó a Lorencez como su subordinado. El conde reclamó: se negaba a permanecer en México si no era como comandante en jefe, para recuperar su honor, así que el emperador autorizó su regreso. Se embarcó el 17 de diciembre, tras la llegada de Forey.
De la fama al olvido
Una vez en Francia, Lorencez se convirtió en acérrimo opositor a la intervención en México. Resentido, alegaba que acabaría en desastre. Esta actitud lo relegó de la vida política y de una buena colocación; de 1864 a 1870 fue asignado a empleos menores como inspector y solicitó, sin éxito, el mando de alguna división.
Para no ofender su decoro, recibió la cruz de gran oficial de la Legión de Honor y Maximiliano de México le envió la gran cruz de la Orden de Guadalupe. En 1864 nació su segundo hijo, Etienne Latrille (1864-1916), quien sería el tercer conde de Lorencez, ya que su primogénito moriría joven. En los cuatro años siguientes tuvo a otras dos hijas, una de ellas con una amante.
En 1870, al estallar la Guerra franco-prusiana, Lorencez, de 56 años, fue transferido al ejército del Rin que mandaba el mariscal François Achille Bazaine, a cargo de una división de 6,000 hombres, similar en tamaño a su ejército en México. Procuró desempeñarse de la mejor manera: combatió el 14 de agosto en Borny, luego ayudó a recuperar Nouilly y el día 18 jugó un papel notable en la batalla de Gravelotte, la más grande de la guerra.
Bazaine evaluó sus acciones como “audaces, hábiles y particularmente remarcables”. Después de esos enfrentamientos, el ejército del Rin, en clara desventaja táctica ante las maniobras prusianas, se encerró en Metz y a inicios de septiembre Lorencez fue capturado en combate. El 27 de octubre Bazaine rindió la plaza y se entregó preso con sus soldados.
Lorencez fue liberado en abril de 1871 y solicitó colocación en alguna división, pero fue dejado sin destino, permitiéndosele residir en Poitiers. A mediados de 1872 el ministerio de la Guerra le volvió a asignar el despacho de inspector que, molesto, rechazó, supuestamente porque la fiebre amarilla que había contraído en México lo tenía postrado, aunque en 1875 un inspector atestiguó su buen estado de salud.
Amargo retiro
Lorencez se retiró del ejército en julio de 1879, aduciendo que seguía enfermo. Guardaba resentimiento a los mexicanos y consideraba que su honor seguía mancillado, pero no publicó una apología ni sus memorias.
En 1881, buscando tranquilidad, se mudó al pueblo de Navarrenx, cerca de Pau, ciudad natal de su padre, donde recibía su pensión y salario de gran oficial de la Legión de Honor: 12,500 francos anuales. Compró el castillo de Làas en 1885, donde pasó sus últimos años.
Murió el 23 de abril de 1892 y su viuda heredó su pensión. En el castillo de Làas sigue tallado su escudo de armas.
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