El jueves 9 de enero de 1937 un polémico personaje arribó a México con el beneplácito del presidente Lázaro Cárdenas. Su nombre: Liev Davídovich Bronstein, conocido mundialmente como León Trotsky. Viejo líder bolchevique, ideólogo de la Revolución rusa y, sobre todo, uno de los hombres más buscados por el poderoso líder de la URSS, Iósif Stalin.
Su llegada no resultó indiferente para los diversos sectores de la sociedad mexicana, tanto a favor como en rechazo a la política de refugio seguida por el gobierno mexicano. A pesar de todos los ríos de tinta roja publicados en los diarios, que seguramente leyó Cárdenas, Trotsky se instaló en la Ciudad de México.Comprometido a no entrometerse en la política de su país anfitrión, disciplinó su escritura para construir su defensa internacional ante las acusaciones provenientes de Moscú. En su relación con periodistas e intelectuales mexicanos procuró no abusar de la gran sombra que el árbol presidencial le proporcionó.
La cercanía de Trotsky con la pareja de artistas Diego Rivera y Frida Kahlo fincó el interés de varios mexicanos en aquel político ruso y extravagante, de barbas de patriarca bíblico. Tal vez esto fue parte del camino que lo llevaría a la muerte, pues a su morada comenzaron a llegar personajes de toda índole, unos inmediatamente rechazados ante el portón rojo y otros que de a poco se ganaron la confianza para traspasar la muralla del otrora líder comunista.
Un afortunado fue Frank Jackson, luego identificado como Jacques Mornard y finalmente como Ramón Mercader: el ejecutor del largo brazo vengativo de Stalin y quien durante meses fingió un interés cuasi divino por Trotsky y cultivó un lazo de confianza bajo su falsa identidad.
La tarde del 20 de agosto de 1940 ingresó en la vivienda de Trotsky para dialogar sobre un escrito con el cual tenía dificultades. Al interesarse en el texto, el ruso giró y dio la espalda a su enemigo. Jackson extrajo de su gabardina un piolet y sin pensarlo lo clavó en la cabeza de Trotsky. Un largo y tétrico grito lo invadió todo. Los guardias se apresuraron hacia el despacho. Corrió la sangre. El anciano ruso murió en la madrugada del día siguiente.
Para conocer más de esta historia, adquiere nuestro número 190 de agosto de 2024, impreso o digital, disponible en la tienda virtual, donde también puedes suscribirte.