Soberanía popular e historia de la Ciudad de México

Guadalupe Lozada León

En 1824 nace el pacto federal que funda la República Mexicana sobre la soberanía de cada estado, excepto en el Distrito Federal. Así, la ciudad de México quedó bajo tutela presidencial y sus habitantes sin derechos políticos desde el gobierno de Guadalupe Victoria. Con cada cambio de régimen se impusieron modificaciones al DF, pero siempre eludiendo los derechos democráticos que impulsaban las distintas oposiciones. Fue hasta 1996 que se tomó el camino de la reformas negadas durante casi doscientos años. 

 

 

El Distrito Federal tiene su origen a partir de las disposiciones comprendidas en la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, y para conformarlo se eligió precisamente a la ciudad de México como centro, tomando en consideración su ya secular importancia y preeminencia dentro de la geografía política colonial.

 

Una de las consecuencias de las reformas borbónicas a finales del siglo XVIII fue la instauración del sistema de intendencias por medio de una real ordenanza promulgada en 1786, por la cual el territorio quedó dividido en doce intendencias: México (sede de la intendencia general o superintendencia), Puebla, Veracruz, Mérida, Oaxaca, Valladolid, Guanajuato, San Luis, Guadalajara, Zacatecas, Durango y Arizpe, además de las provincias internas de Oriente y de Occidente.

 

De acuerdo con esta nueva disposición, el virrey continuaba siendo la máxima autoridad de la Nueva España, capitán general, gobernador y presidente de la Audiencia; sin embargo, a partir de ese momento correspondía al superintendente de México –es decir, de la capital– gobernar la Real Hacienda, además de tener a su cargo los ramos de Hacienda y Guerra en las intendencias de la provincia.

 

La invasión napoleónica a la España de 1808 repercutió directamente en la vida de sus colonias, y en el caso concreto de la Nueva España abrió la brecha que culminaría con la independencia y conformación de la nación mexicana. De ahí que este novedoso sistema de control colonial, ideado por el rey Carlos III, no permaneciera por más tiempo en vigor ni fuera capaz de lograr los frutos que se había propuesto.

 

La ciudad de México, sede del Distrito Federal

 

Es bien sabido que la separación definitiva de España se logró en septiembre de 1821 con base en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, que establecían una monarquía constitucional y representativa, libertad de imprenta, derechos individuales e igualdad para todos los residentes en el país, así como el llamamiento al trono a la familia de Borbón de España y la formación de un gobierno provisional mientras la familia real venía a ocuparlo.

 

A partir de ese momento comienzan a delinearse las diferentes tendencias que, desde sus propias posturas, intentaron fortalecer al Estado mexicano con un proyecto de nación que le fuera propio. En tal virtud, se establece primero una Junta Provisional Gubernativa, cuyos 38 miembros fueron designados directamente por Agustín de Iturbide y tenían como misión nombrar una regencia que se encargara del poder Ejecutivo mientras estaban a la espera de un emperador, convocar al Congreso constituyente y ejercer el poder Legislativo en tanto se lograba la instalación de éste.

 

Es preciso recordar, en primer lugar, que la monarquía –de acuerdo con los ya mencionados Plan de Iguala y Tratados de Córdoba– se convierte en el primer sistema de gobierno mexicano con el apoyo del Congreso, que vio en ésta la mejor manera de llevar a buen término lo establecido en el Acta de Independencia. La cosa es que, como nadie allende el océano decidió venir a regir los destinos de este territorio con cuya emancipación no estaba de acuerdo, el Congreso ofreció el trono de México a don Agustín de Iturbide, quien aceptó de inmediato. “Ya conocéis el modo de ser libres –dijo Agustín I–, a vosotros toca ahora descubrir la manera de ser felices”. Sin embargo, sus buenos deseos no llegaron a consumarse durante su corta gestión.

 

Los problemas sobre la manera en que este país tendría que organizarse políticamente comienzan a tomar verdadera fuerza a partir de la abdicación y exilio de Iturbide en 1823. La Cámara se divide literalmente en las facciones federalista y centralista que, si bien no estaban constituidas formalmente como partidos políticos, defienden apasionadamente sus posturas.

 

La corriente federalista, encabezada por los diputados Miguel Ramos Arizpe, Lorenzo de Zavala y Valentín Gómez Farías, resulta triunfadora y en octubre de 1824 el país estrena la Constitución con estados libres y soberanos integrados en un pacto federal cuyos poderes residirían en un distrito bajo su jurisdicción. El territorio nacional quedó dividido en veinticinco provincias, incluyendo la de México. En el artículo 50 se le otorga al Congreso la facultad de elegir el lugar de residencia de los poderes de la Federación y ejercer en su distrito las atribuciones del poder Legislativo de un Estado.

 

Con este motivo, se sostuvieron en el Congreso largos y acalorados debates sobre la conveniencia de que la ciudad de México fuera capital de la nueva República. Algunos diputados argumentaron que el mejor lugar sería Querétaro, por su posición geográfica más céntrica, contar con una población suficiente, un clima benigno y disponer de la estructura e inmuebles adecuados para albergarlos.

 

De entre los diputados que se alzaron para impedir que la capital se estableciera en lugar distinto a la ciudad de México sobresale la postura de fray Servando Teresa de Mier: “La verdad sobre este punto es que México está en el centro de la población de Anáhuac; y ese centro político, y no el geográfico, es el que se debe buscar para la residencia del gobierno”. Finalmente, el 30 de octubre se aprobó que la ciudad de México fuera la sede de los poderes federales y que sus habitantes tendrían un diputado con voz y voto.

 

Nace el DF

 

El decreto del 18 de noviembre de 1824 determinó la superficie del Distrito Federal dentro de un círculo cuyo centro sería la Plaza Mayor de la ciudad y un radio de dos leguas (11 500 metros, aproximadamente). Asimismo, se señala que su gobierno y administración estarían a cargo del gobierno general y, dado que no se contaba con disposiciones que reglamentaran su funcionamiento, se seguirían las de la ley del 23 de junio de 1813, que establecía la existencia de un jefe encargado de ejercer la autoridad política y económica.

 

La ley de 1824 fue modificada en 1826, todavía en el gobierno presidencial de Guadalupe Victoria, al equipararse el Distrito Federal con los territorios, y sus ingresos pasaron a formar parte de las rentas de la Federación.

 

Los vaivenes con Santa Anna

 

La agitada vida de este país durante los primeros años de su vida independiente provocó una serie de rupturas internas que desembocaron en las Siete Leyes Constitucionales de 1836: con este código, el presidente Antonio López de Santa Anna logró crear una república centralista con aprobación del Congreso, por lo que desapareció el Distrito Federal. El territorio nacional quedaba dividido en departamentos, que se dividían en distritos, y estos a su vez en partidos, que sustituyeron a los ayuntamientos. El Departamento México se conformó por el Estado de México, Tlaxcala y lo que había sido el Distrito Federal, teniendo por capital a la ciudad de México. De acuerdo con el artículo 4º, cada departamento contaría con un gobernador nombrado por el presidente y quedaría sujeto a éste.

 

Siete años después, en 1843, el centralismo se perfecciona merced a las Bases Orgánicas promulgadas también bajo la influencia del omnipresente Santa Anna. Con éstas, el Departamento de México se dividió en los partidos de la Ciudad de México, Coyoacán y Tlalnepantla. Sin embargo, en 1846, en otro de los gobiernos de este singular personaje, se restableció el federalismo y de nuevo entró en vigor la Constitución de 1824 y se restituyeron los estados en lugar de los departamentos.

 

Esta decisión fue ratificada por el Acta Constitutiva y de Reformas de los Estados Unidos Mexicanos de mayo de 1847, la cual prevenía que mientras la ciudad de México fuera Distrito Federal tendría voto en la elección de presidente y representación en el Senado. No obstante, el mismo Santa Anna desconoció de facto el código federal que él había restaurado cuando, durante su última gestión en la que incluso se le otorgó el título de Alteza Serenísima y gobernó de manera dictatorial, redactó y puso en práctica las Bases para la Administración de la República en 1853, aunque en ellas no se modificó la división territorial. El afán centralista del presidente terminó por desdibujar los postulados federalistas al someter a los estados o departamentos –el uso del término era indistinto– al poder central.

 

Federalismo y Reforma

 

El 16 de febrero de 1854, Santa Anna dispuso que el Distrito se dividiera en ocho prefecturas centrales que correspondían a otros tantos cuarteles mayores que formaban la municipalidad de México, y tres exteriores: Tlalnepantla, Tacubaya y Tlalpan.

 

El caso fue que, al mes siguiente de esta reforma, don Juan Álvarez, exmilitar insurgente y cacique reconocido en las regiones del sur, se dio a la nada fácil empresa de lanzar el Plan de Ayutla con el fin de derrocar a su Alteza Serenísima que, con sus afanes de grandeza dictatorial, estaba llevando una vez más al despeñadero a este país. La mecha del descontento prendió rápidamente y la revolución se generalizó a los pocos meses. Santa Anna por fin dejó el poder y don Juan Álvarez ocupó la presidencia. El federalismo se entronizó de nuevo en la sociedad política mexicana.

 

Así, llegamos al Congreso de 1856-1857, promesa de la Revolución de Ayutla, en donde de nuevo salió a relucir el tema de la democracia y los derechos plenos de los habitantes del Distrito Federal. A lo largo de todo ese periodo, un importante grupo de legisladores alzó su voz para lograr que el Distrito Federal se convirtiera en el Estado del Valle, pero lo único que consiguieron fue la promesa de erigirlo una vez que los poderes federales se trasladaran a otro sitio, lo cual, evidentemente, nunca sucedió.

 

El Distrito Federal continuó con su régimen de un gobernador y presidentes municipales, uno de los cuales era el de la ciudad de México, que por aquel tiempo solo abarcaba lo que hoy denominamos Centro Histórico; lo demás, incluso Tacubaya, estaba conformado por municipios aparte.

 

De ahí en adelante surge una nueva lucha que la Constitución liberal apenas vislumbraba: la que significó la secularización de una sociedad que no se había desprendido de usos y costumbres arraigados tradicionalmente, por más independiente, liberal y federal que, por decreto, fuera.

 

La Constitución liberal de 1857 que, de suyo, pintaba un panorama difícil de enfrentar, lo fue más cuando el presidente Ignacio Comonfort, promotor del constituyente, se adhirió al Plan de Tacubaya proclamado por el general conservador Félix Zuloaga y que desconocía dicha carta magna. Esto dejó en suspenso la vigencia de ésta y provocó un verdadero descontrol en el grupo parlamentario liberal que el mandatario representaba; sin embargo, los diputados decidieron desconocerlo y nombrar al presidente de la Suprema Corte de Justicia, Benito Juárez, como presidente sustituto. Los conservadores, por su parte, ante la renuncia del indeciso Comonfort, nombraron a Zuloaga presidente de la República, desconociendo al gobierno que Juárez representaba.

 

A partir de ese momento se vive en el país una de las aventuras políticas más desconcertantes de su historia, pues mientras en la capital se establecía un gobierno que representaba al grupo conservador, Juárez salía rumbo al Bajío en busca de apoyo para defender la legalidad de su gobierno.

 

Lo que se dice fácil fue una guerra civil que duró tres años: la hoy conocida como Guerra de Reforma. En el lapso de 1858 a 1860, del lado conservador y ante la renuncia forzosa de Zuloaga, se impuso en la presidencia el joven general Miguel Miramón, militar por excelencia cuyos méritos en campaña fueron reconocidos incluso por sus enemigos; y del lado liberal, Juárez, quien después de un largo peregrinar estableció su gobierno en el puerto de Veracruz, desde donde dictó y aprobó la más importante legislación de la historia moderna de México: las leyes de Reforma que transformarían mucho más las relaciones internas de la sociedad que la Constitución de 1857, al establecer la separación definitiva entre la Iglesia y el Estado.

 

 

Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "Soberanía popular en la Ciudad de México" de la autora Guadalupe Lozada León, que se publicó en Relatos e Historias en México número 104