El 2 de abril de 1867 las fuerzas del Ejército Republicano de Oriente, encabezadas por el general Porfirio Díaz, tomaron la ciudad de Puebla, defendida por los partidarios del emperador Maximiliano y algunos legionarios austriacos, últimos restos del ejército invasor que había sido combatido sin descanso por los mexicanos durante cinco largos años.
Triunfos republicanos
Poco a poco, con gran esfuerzo y agotando al enemigo con la pertinaz resistencia, los republicanos lograron revertir las circunstancias. La larga guerra, los altos costos por mantener un ejército invasor del otro lado del Atlántico y las circunstancias políticas del Viejo Continente, obligaron al emperador de los franceses, Napoleón III, a retirar a su ejército a fines de 1866, dejando a Maximiliano solo con el apoyo de sus partidarios mexicanos y los pequeños destacamentos austriacos y belgas.
Entonces los numerosos guerrilleros nacionales y las dispersas fuerzas militares republicanas se unieron en cuatro grandes cuerpos de ejércitos: el del Norte, encabezado por Mariano Escobedo; el del Centro, del general Vicente Riva Palacio; el de Occidente, que mandaba don Ramón Corona, y el de Oriente, puesto a las órdenes de Porfirio Díaz. Así, comenzaron a recuperar palmo a palmo el terreno perdido y dejaron de ser perseguidos para convertirse en perseguidores.
Para los primeros meses de 1867, los imperialistas eran los que estaban acorralados y se vieron en la necesidad de parapetarse y resistir. Así lo hicieron en las ciudades de Querétaro, México y Puebla. Los ejércitos del Norte, del Centro y del Occidente fueron encerrando poco a poco a Maximiliano y la mayor parte de sus partidarios en Querétaro. El Ejército de Oriente, luego de las victorias de Miahuatlán, La Carbonera y Oaxaca, puso sitio a Puebla, cuyos defensores eran parte fundamental de un ejército que, en el plan imperialista y luego de derrotar a Díaz, correría al auxilio de Maximiliano.
Comienza el sitio a Puebla
El 9 de marzo, los republicanos iniciaron el sitio de Puebla. Díaz montó su cuartel general sobre el cerro de San Juan, en el mismo lugar donde cuatro años atrás el mariscal Élie-Frédéric Forey, entonces comandante de las tropas francesas, había establecido el suyo. La situación distaba de ser favorable para el futuro presidente de México, quien con seis mil hombres y sin los materiales de guerra suficientes para poder efectuar un asedio de larga duración, tenía que enfrentar a un número similar de enemigos que los superaban en cantidad y calidad de artillería, además de que contaban con los fuertes de Loreto y Guadalupe, aquellos que en 1862 permitieron causar tanto daño a los franceses.
Por si fuera poco, los imperialistas esperaban que en cualquier momento llegara el general Leonardo Márquez desde Ciudad de México con cinco mil hombres de refuerzo. Ante la urgencia, Díaz ordenó un sorpresivo y bien pensado ataque que acabó con la resistencia de los defensores de Puebla; fueron tomadas una a una las calles de la periferia, luchando casa por casa, en un asalto comandado por el general Manuel González, quien recibió una bala de rifle que le despedazó el codo derecho, por lo que tuvieron que amputarle el brazo.
Durante el ataque, el propio Porfirio estuvo a punto de morir cuando el techo de una casa en la que combatía se desplomó sobre él, dejándolo enterrado de la cintura para abajo, mientras los soldados enemigos se acercaban a las ventanas para dispararle. Sus subalternos lograron sacarlo aunque perdió sus botas entre los escombros, y así, descalzo, montó su caballo y continuó en la batalla.
La lucha en la periferia mejoró la situación estratégica de los republicanos, pero el tiempo apremiaba y las posibilidades de Díaz se reducían y todas implicaban un enorme riesgo: la primera opción era levantar el asedio a Puebla y retirarse para reorganizar el resto de su ejército, evitando así quedar atrapado por las fuerzas de Leonardo Márquez y procurar evitar en otro punto que estas tropas imperialistas combinadas reforzaran Querétaro; otra era salir al encuentro de Márquez antes de que llegara a Puebla, con el riesgo de que los defensores de esta ciudad lo atacaran por la retaguardia; y la última podía ser solo forzar el asalto a Puebla, apostando por minar la resistencia antes de la llegada de Márquez.
La batalla decisiva
El 1 de abril, Díaz y sus oficiales se decidieron por la última opción. Los republicanos se dividieron en diecisiete columnas, tres de las cuales realizarían un asalto al convento del Carmen, uno de los sitios mejor guarnecidos del enemigo, simulando concentrar el ataque principal en ese punto para precipitar la caída de la ciudad. Las catorce restantes esperarían en otros puntos para tomar por sorpresa a los defensores y entrar a la plaza repentinamente.
La madrugada del 2 de abril todos los cañones republicanos abrieron fuego sobre las defensas del convento del Carmen hasta agotar las municiones. No había margen de error: si el amague fallaba quedarían sin elementos para defenderse del enemigo. Las columnas realizaron el ataque con gran brío, convenciendo a los imperialistas de que el grueso del ejército apostaba su última carta a la toma del convento.
Poco después, el resto de las columnas inició el ataque central en los puntos establecidos en el plan porfirista. Los imperialistas fueron tomados por sorpresa, aunque resistieron valientemente. Unas horas después habían perdido la ciudad. Al mediodía, Díaz entraba al frente de su tropa a la plaza de Puebla, con lo que esa fecha quedó marcada en la historia del general y sus hombres, quienes fueron llamados desde entonces los “Héroes del 2 de Abril”.
Efeméride nacional
Durante muchos años, este día fue considerado una de las fechas cívicas más importantes del calendario, sobre todo durante el largo periodo en que Porfirio Díaz estuvo en la presidencia del país: se celebraban desfiles, se componían loas al general y sus hombres y se escribían reseñas pormenorizadas de la batalla, considerada, sobre todo por los aduladores del mandatario, como el episodio militar decisivo que minó al imperio.
Después los vencedores de la Revolución, iniciada en 1910, le escatimaron laureles al viejo general casi borrando la fecha de la memoria, e incluso la quitaron de las celebraciones oficiales y apenas se mencionaba en la historia de la Segunda Intervención francesa como una batalla más.
Lo cierto es que la toma de Puebla por las fuerzas de Porfirio Díaz acabó con las últimas esperanzas de triunfo de los imperialistas –por vagas que estas fueran–, a los que redujo a las ciudades de México y Querétaro, a la vez que imposibilitaban su estrategia ofensiva. Por lo tanto, justamente debe considerarse como el penúltimo acto importante de la gran gesta que en la década de 1860 afirmó nuestra nacionalidad.
Continúa leyendo el artículo completo “El principio del fin del imperio de Maximiliano” del autor Luis Arturo Salmerón Sanginés, que se publicó en Relatos e Historias en México número 116. ¡Cómprala aquí!