Gilberto: el terrible ciclón que azotó México en 1988

El “huracán del siglo”

Ricardo Cruz García

Aunque el río Santa Catarina está seco durante casi todo el año, cuando llega un huracán recoge el agua de los cañones de la Sierra Madre, y entonces corre en un descenso violento a través de la ciudad. Si la mayor precipitación de lluvia es de 100 mm en septiembre, en 1988 Gilberto dejó caer 400 mm durante veintiocho horas. El saldo fue de entre 250 y 300 personas fallecidas, según diversos medios.

 

Tal devastación causó que se prefirió que fuera defenestrado de la lista para identificar a los huracanes, aunque hoy muchos mexicanos seguramente todavía recuerdan la catástrofe que provocó con solo escuchar aquel nombre: Gilberto. Nació oficialmente el 10 de septiembre de 1988, un día difícil de olvidar para aquellos que se enfrentaron a su hasta entonces inédita intensidad entre los ciclones tropicales del Atlántico.

Hace 34 años, Gilberto surgió en el mar Caribe. Tras causar lluvias intensas, inundaciones, desbordamiento de ríos, apagones, pérdidas agrícolas y varios fallecidos por las afectaciones en islas y territorios costeros de la región, tocó tierra en Quintana Roo la madrugada del 14 de septiembre. Con vientos de casi 300 km/h, causó graves daños en la zona turística que no tenía ni veinte años de haber sido creada, en especial en Cancún. Entre alarmas tardías de las autoridades y falta de previsión para ese tipo de fenómenos, ese mismo día el huracán, que se mantenía en categoría 5 (la de máxima intensidad), cruzó la península de Yucatán hacia el golfo de México y los estragos no fueron menores.

En las tierras del Caribe mexicano, Gilberto provocó olas de ocho metros de altura, barcos hundidos o encallados frente a edificios tierra adentro, pérdida de toneladas de arena que llevó a la desaparición de numerosas playas, destrucción de viviendas –que derivó en miles de personas sin hogar– y hoteles que habían sido construidos más allá de los límites costeros permitidos, comunidades arrasadas por la fuerza del aire y el agua, devastación de instalaciones industriales, caída de cientos de árboles y postes de electricidad que dejaron a la población sin ese servicio, además de las millonarias pérdidas materiales por los daños y las afectaciones a la economía.

Pero Gilberto no paró ahí. Tras pasar por el golfo de México y las costas veracruzanas, tocó tierra de nuevo en Tamaulipas el 16 de septiembre (día del desfile por la conmemoración de la independencia de México) y luego siguió en dirección a la capital de Nuevo León. “¿Un huracán en Monterrey? N’ombre”, decían muchos regiomontanos ante el anuncio de su posible llegada a la ciudad. No concebían que pudieran llegar a una de las áreas urbanas más grandes de México, ni mucho menos que causaría los daños que provocó.

La noche del día 16 ocurrieron los primeros indicios de que no se trataba solo de fuertes lluvias provocadas por la “colita” del huracán. Avenidas anegadas e inundaciones en diversas zonas de Monterrey indicaban ya algo grave. Después se desató la oleada de reportes de emergencia, con personas que señalaban que el fenómeno natural “hasta carros y vacas levantaba a su paso”, como registró el periodista Santiago González Soto.

Lo peor llegó cuando se supo del crecimiento del nivel del río Santa Catarina, que empezó a arrastrar muebles, electrodomésticos e incluso viviendas construidas irregularmente a la orilla de ese afluente. La torrencial fuerza de la corriente no cesaba y tampoco la lluvia. Esto llevó a que cuatro autobuses de pasajeros también quedaran atrapados por las aguas del río.

La tensión estaba al límite y muchos aún no podían creer lo que estaba pasando, en un momento en que había nulas medidas de protección civil para actuar en este tipo de casos. Los pasajeros estaban encerrados en medio de lo que ya parecía un mar embravecido. En un intento por salvarlos con un trascabo o excavadora, el comandante César Cortés, de la Policía Judicial de Nuevo León, y cinco rescatistas más murieron. Al final, los autobuses fueron la tumba de casi todos aquellos viajeros. Algunos de ellos ondearon pañuelos blancos desde las ventanas de los vehículos, quizá como una forma de despedida. Sin duda, fue una tragedia que marcó a los habitantes de Monterrey y simbolizó la destrucción y las pérdidas que pueden causar los fenómenos naturales unidos a los errores humanos.

 

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