La lucha por América del Norte

España, Estados Unidos y México se construyeron con guerras y despojos. Lo más frecuente es que cada parte recuerde cómo se perdieron territorios, los agravios sufridos y la traición de algunos personajes. En cambio, casi no pensamos en quienes perdieron esas tierras en medio de la disputa entre Estados; en quienes fueron privados de todos sus derechos y vivían allí desde hacía siglos: los que ahora llamamos “pueblos originarios”

Alfredo Ávila

“Estados Unidos nos quitó la mitad del territorio”. Esta frase no es inusual en México. Suele aparecer cuando hablamos de California o Texas, o durante las charlas sobre la historia de las relaciones con el poderoso vecino del norte. Se suele decir que ese “despojo” sucedió en un solo momento (en la guerra que enfrentó a ambos países) o que fue culpa de una sola persona (Santa Anna, que vendió ese territorio). Por supuesto, el proceso fue más largo y complejo. Texas se independizó de México entre 1835 y 1836. Se mantuvo como una república independiente por un decenio y pretendía que su frontera suroeste llegara hasta el río Bravo, ocupando áreas de Tamaulipas y Nuevo México.

Entre 1846 y 1847, el ejército y otros grupos armados estadounidenses conquistaron este último territorio y el de California. Estados Unidos justificó su violenta ocupación con la firma de un tratado, en 1848, en el que México “cedía” esas vastas regiones. Años más tarde, el tratado se modificó para fijar la “verdadera” frontera. Con ello, Estados Unidos ganó 76,000 kilómetros cuadrados de La Mesilla, que ya estaba ocupada por habitantes estadounidenses. El gobierno mexicano, encabezado por Antonio López de Santa Anna, recibió una millonaria indemnización.

La historiografía ha dedicado numerosos estudios a este proceso, muchos más que los dedicados al expansionismo mexicano en el sureste, que culminó con la conquista del Soconusco en 1842, cuando también gobernaba Santa Anna. Novelistas, intelectuales y políticos se han referido a la ocupación estadounidense de esos gigantescos territorios como una “herida”. No falta quien afirme que la constante migración desde los empobrecidos pueblos de México a los ricos estados del suroeste de Estados Unidos es una especie de vindicación patria, para “recuperar lo que era nuestro”.

Fronteras y expansionismo
En la actualidad, México suma poco menos de dos millones de kilómetros cuadrados, sin contar con sus mares. Esto quiere decir que antes abarcaría un espacio enorme, alrededor de cuatro millones. ¿Cómo se hizo México de ese territorio gigantesco? En 1821, una junta provisional de gobierno declaró la independencia mexicana de España y asumió que, hacia el norte, México llegaba, por el océano Pacífico, al paralelo 42º. Los hombres que integraban ese cuerpo gubernativo suponían que el país había heredado todos los dominios que España tenía en la “América Septentrional”, hasta la frontera con Estados Unidos.

Esa frontera se había fijado solo dos años antes de la independencia, en 1819. El general Andrew Jackson había ocupado militarmente los territorios de las Floridas, es decir, la península de ese nombre y la franja costera que llegaba hasta Luisiana, previamente adquirida por el gobierno de Thomas Jefferson. El secretario de Estado, John Quincy Adams, obligó a España a “ceder” esas provincias a Estados Unidos, mediante un tratado elaborado con el diplomático español Luis de Onís.

Los estadounidenses llaman “transcontinental” al tratado de 1819, pues marcaba una frontera por los ríos que limitaban el noreste de Texas hasta Arkansas, de donde se trazaría una línea recta por el paralelo 42º hasta el océano Pacífico. Esto le dio a Estados Unidos un instrumento internacional para reclamar miles de kilómetros de tierras que, en realidad, no ocupaba. Los británicos le hicieron ver a los descendientes de sus antiguas colonias que el tratado con España no les daba vía libre, pues ellos tenían presencia en las costas del Pacífico norte y desde hacía mucho tiempo habían reclamado aquellas tierras para el rey de Inglaterra. Como abordaré más adelante, para Estados Unidos, el tratado contribuía a negociar los difíciles equilibrios entre los estados en los que estaba permitida la esclavitud y los que la prohibían, pero en lo que respecta a la línea del paralelo 42º norte hasta el Pacífico, no era más que una aspiración y una justificación para una ocupación futura.

Para México también era una justificación y una aspiración. Es verdad que en las regiones al norte de la actual frontera con Estados Unidos había unos veinte poblados importantes, como El Paso, con menos de ocho mil habitantes al momento de la independencia, y Santa Fe de Nuevo México, que quizá llegaba a los cinco mil. En California no había más de 3,200 colonos, algunos de ellos grandes propietarios, mientras que en Texas unas tres mil personas vivían en San Antonio y los pueblos de alrededor.

Por supuesto, ese no era el total de la población de esas regiones: numerosas comunidades indígenas vivían en poco más de treinta misiones. En Nuevo México, los llamados indios pueblo sumaban más de dos mil habitantes. Más adelante hablaré de otras comunidades independientes que ocupaban esas regiones. Por ahora, solo señalo que la soberanía mexicana –como antes la española– en aquellos enormes territorios se ejercía sobre muy poca gente y era incapaz de impedir la presencia y, a veces asentamientos, de británicos, estadounidenses y hasta rusos.

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