Escudo Nacional, historia de un símbolo que unifica

Salvador Rueda Smithers

A ningún mexicano, de cualquier latitud, la imagen del Escudo Nacional le resulta extraña ni fuera de la realidad natural. Pareciera herencia ancestral unívoca e incuestionable, casi genética;  sin  embargo,  esta  representación  ha  llegado  al  siglo XXI por las insondables, profundas y dinámicas corrientes culturales de cuando menos tres mentalidades que, en sus épocas de florecimiento, les dieron lecturas muy distintas a las modernas. Y más de alguna vez pudo, simplemente, no haber sido; se habría registrado tan sólo como una figura entre las muchas que pueblan el universo de la arqueología. Reconocernos en esa imagen ha tenido una historia... Aquí recordaremos algunos de sus pasajes.

 

 

UN  ÁGUILA  PARADA  SOBRE  UN  NOPAL,  DEVORANDO  UNA  SERPIENTE:

 

Es la síntesis comúnmente usada para definir el Escudo Nacional. Durante casi dos siglos, desde niños hemos aprendido en las escuelas a reconocer esta imagen como la de la identidad propia de los mexicanos. Descansa en la base del civismo, esa ética social que debía regir la convivencia. Habita, enorme o minimalista, en el centro mismo de monedas y billetes; en banderas, escudos, sellos y timbres postales; en bandas presidenciales, retratos e insignias; en cuadros y murales, en las orillas de los documentos oficiales; disfrazada en adornos de edificios, salones de clase, carreteras y caminos; en muebles, escribanías, botonaduras, mancuernillas... y en la intangible fuerza del orgullo.

 

Un arquetipo mítico es el origen de tan extraña forma, más próxima a la etología que a la conducta social: fue el anuncio de un dios tribal que guiaba a un grupo de los llamados aztecas; el dios y el grupo llegarían a ser dominantes en el centro del actual México. Hace casi medio milenio la historia los proyectó... y derrotó. Pero la configuración del mito no desapareció con el tiempo ni con las densidades del comportamiento humano.

 

Azares de una forma

 

Algo llamó la atención del virrey arzobispo don Juan de Palafox y Mendoza durante el festejo del Paseo del Pendón el 12 y 13 de agosto de 1642. Muy alerta estaría a lo que veía y se decía, toda vez que en el paseo del año anterior un comentario desatinado de su antecesor, Diego López Pacheco, duque de Escalona, le había costado el favor del rey y el puesto. Las sospechas de infidelidad a la Corona estaban a flor de piel.

 

Palafox posiblemente notó que entre los doseles, alfombras y colgaduras que adornaban las calles de San Francisco y de Tacuba, entre la iglesia de San Hipólito y el Palacio Virreinal, o en alguno de los arcos efímeros hechos de flores, destacaba la insignia indígena de la ciudad de México: un águila parada en un nopal. Tal vez, aunque no es seguro, en más de un caso tendría una serpiente en el pico. No debió ser una figura extraña; las imágenes en piedra del águila sobre el nopal, como la del relieve franciscano del pueblo de Tacuba, se mostraban abiertamente desde hacía generaciones. A Palafox no le gustaba.

 

Aunque no hay registro de que en ese evento hubiese escandalizado a los nobles participantes de la ceremonia ni a su público –lo que sí sucedió un año atrás–, es de imaginar que el virrey no debió estar de buen humor. La manifestación de su inquietud iría de acuerdo con su doble investidura y al día siguiente, en la reunión del cabildo de la ciudad de México, se abrió un documento en el que, como autoridad política y espiritual, don Juan de Palafox ordenó un ajuste de símbolos.

 

El argumento tendría el tono retórico y admonitorio que tan pobre fama dieron a la vida intelectual del siglo barroco novohispano: “En el tiempo de la gentilidad se tiene por constante que el demonio señaló á los indios este sitio con el tunal y águila y culebra que hoy se conserva entre las ramas de la ciudad y se suele poner timbre de su escudo y como quiera que aquellas armas se encaminaron por el enemigo del nombre cristiano y se aceptan por los idólatras por vía de adoración es muy conforme á las reglas eclesiásticas y costumbres universales que se ha tenido en la propagación de la fe en todas las provincias del mundo excluir los cristianos [...] del todo de nuestros escudos lo que usaban y veneraban los gentiles”.

 

Palafox no toleraría ningún resabio del pasado pagano que pudiera identificar a la ciudad con una historia que no fuera la española. El celo del gobernante y pastor no correspondió, sin embargo, al ingenio que ya despuntaba entre los novohispanos en esa década que vería nacer al guadalupanismo como fervor criollo, así como a personajes de la talla de Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora; de hecho, era evidente que por falta de originalidad su propuesta de sustitución del emblema apenas podía tener eco: “desapareciendo aquellas infames sombras de la gentilidad en lugar de este timbre se podía poner una imagen de Nuestra Señora sobre las armas ó un serafín ó ángel con una cruz ó una imagen de la fe con ostia y cáliz y por mote fides fidelitas con que se abrazan la lealtad á Dios y á el rey nuestro señor”.

 

Palafox era, por supuesto, un hombre educado en los juegos de ingenio que daban sentido a las alegorías, tan comunes en su tiempo; así que no era la función creativa la que lo movió: lo importante no era la forma ni la contundencia del nuevo emblema, sino la urgencia de destierro de la imagen reconocida y aceptada que debió ver entre las alegorías políticas y piadosas durante el Paseo del Pendón. Palafox ordenó “que de cualquier parte que se hallaren el águila y la culebra de la gentilidad de la manera que se han ido derribando los ídolos se quite también esto porque no tenga el demonio ni la haya quedado en una ciudad tan cristiana ni las más leves señas ni demostración de su adoración tanto más á vista de la fragilidad de los indios á quienes es bien apartar de los ojos lo que tanto conviene quitarles del corazón Nuestro Señor”.

 

Pero el virrey y arzobispo equivocó la explicación de su enojo: no había ningún rescoldo vivo del paganismo, sino que le disgustó la reconstrucción de una historia antigua americana vuelta mitografía a la manera clásica grecolatina. La voz del dios de los aztecas –“ese diablo”– hacía mucho que había dejado de oírse. Y el símbolo del águila sobre el nopal se había reinterpretado localmente como parte del relato de la fundación de la ciudad con la decisión de asentar ahí la capital de la tierra ganada para el rey de España. Reinterpretación que adaptó a la mentalidad cristiana la posibilidad de hacer de la antigua ciudad de México asiento del corazón de la Nueva España.

 

La paradoja de esta alegoría criolla es que su im-pulsor inicial fue el mismo conquistador Hernán Cortés –según nos recuerda el historiador Jorge González Angulo–. De cualquier manera, una imagen en bronce del águila sobre el nopal y devorando a la serpiente señoreaba en esos años la fuente surtidora de la Plaza Mayor de la ciudad de México. El “aguilita”, como se le conoció, sería fugaz víctima propiciatoria del resquemor político del eclesiástico virrey (hoy se resguarda y exhibe en el Castillo de Chapultepec). Un par de meses después, Palafox recibió a su sustituto en el gobierno virreinal. Y también el sobresalto iconoclasta fue efímero: 20 años más tarde, el águila en el nopal aparecería en la publicación oficial de las Ordenanzas de la muy Noble i Leal Ciudad de México.

 

Mito y emblema

 

El mito se hunde en el tiempo. Su jeroglífico, síntesis de los distintos signos del arquetipo, fue plasmado a finales del siglo XV y representaba los elementos básicos que se habrían repetido oralmente generaciones más atrás: la roca, el nopal de tunas endurecidas que nació del corazón de un enemigo vencido y el águila encima, con las alas extendidas y en actitud de devorar. El nombre de los remotos sacerdotes descubre el significado de cada uno de los signos que forman el conjunto; una clave la proporciona el cronista chalca Domingo de San Antón Muñón Chimalpain Cuauhtlehuanitzin, quien escribió a comienzos del siglo barroco: el nopal sería Ténoch, nombre que Alfredo López Austin tradujo como Tuna Pétrea o Tuna Dura, y el águila sería Cuauhtlequetzqui, llamado también Cuauhcóatl, Serpiente-Águila –lo que además podría explicar el origen de la representación plástica del águila que come a la serpiente que la historia volvería “oficial” para la nación mexicana y llamaría la atención central entre los modernos.

 

Varias son las versiones en náhuatl de las señales del dios para el asentamiento de los migrantes mexicas, acontecimiento que se fechó en 1325; la Crónica mexicáyotl, de Fernando Alvarado Tezozómoc, dice lo siguiente: “Llegaron entonces / allá donde se yergue el nopal. / Cerca de las piedras vieron con alegría / Cómo se erguía un águila sobre el nopal. / Allí estaba comiendo algo, / lo desgarraba al comer. / Cuando el águila vio a los aztecas, / inclinó la cabeza. / De lejos estuvieron mirando al águila. / Su nido de variadas plumas preciosas, / plumas de pájaro azul, / plumas de pájaro rojo, / todas plumas preciosas, / también es-taban esparcidas allí / cabezas de diversos pájaros”.

 

La Séptima relación de Chimalpain registró: “En el año 2-Casa [1325], / llegaron los mexicas, / en medio de los cañaverales, / en medio de los tulares /  vinieron a poner término, con grandes trabajos / vinieron a merecer tierras. / En el dicho año 2-Casa, / llegaron a Tenochtitlan. / Allí donde crecía / el nopal sobre la piedra, / encima del cual se erguía el águila: / estaba devorando [una serpiente]. / Allí llegaron entonces. / Por esto se llama ahora: / Tenochtitlan Cuauhtli itla-cuayan: donde está el águila que devora / en el nopal sobre la piedra”.

 

Como si fuera una exacta profecía, en la Segunda relación el cronista explicó la fórmula de la permanecia en palabras de uno de los sacerdotes: “Y el águila, que tú verás seré yo. Esta será nuestra fama: en tanto dure el mundo, así durará el renombre, la gloria, de México-Tenochtitlan”. El dios abrió el camino de lo esperado. El portento se volvió referente de la memoria; la ciudad fue regalo de la divinidad.

 

A pesar de la interpretación posterior, según explica López Austin, la atención primigenia no estaba puesta en el águila que devora la serpiente, sino en el águila parada sobre el nopal. Por caminos azarosos, los modernos desdoblados en nación multicultural heredamos el jeroglífico y el nombre del singular grupo que fundó la ciudad sobre el islote.

 

Cuesta empinada de una proyección histórica

 

Pero a comienzos del periodo virreinal, el emblema señalaba sólo un gentilicio local. Los documentos de los cronistas reproducen al águila sobre el nopal para identificar a los mexicas. Así la vemos en el Códice Osuna, ya pintada en una bandera de gusto occidental a la cabeza de las tropas mexicanas que acompañaron a la expedición española a la Florida. Esta águila es similar a la que aparece en dos láminas de la obra de fray Diego Durán (Historia de las Indias de Nueva España e islas de Tierra Firme), en el Códice Mendocino y en la Tira de Tepechpan. En el “Libro XII” del Códice Florentino, como si fuera una excentricidad, el nopal sobre la piedra señalaba a Tenochtitlan (o a los mexicas tenochcas), mientras que el águila de alas extendidas sobre un montículo de arena señala a Tlatelolco (o a los mexicas tlatelolcas). El nopal solitario siguió siendo marca jeroglífica de la ciudad de México en representaciones documentales indígenas hasta cuando menos finales del siglo XVIII; por ejemplo, en el códice tlapaneca Azoyú 1 pintado en el siglo de la conquista, en la llamada Historia tolteca-chichimeca o en el mapa de linderos de Santa Isabel Tola, copia de 1794 de un original del siglo XVII temprano.

 

Muy pronto el símbolo trascendió. La ciudad de México fue establecida como capital de la Nueva España por el mismo Hernán Cortés. La urbe criolla reinventó el símbolo fundador y lo “occidentalizó”, lo cristianizó. No así los elementos plásticos del jeroglifo mítico. El águila sobre el nopal sería parte del escudo emblemático de la capital del virreinato a lo largo de los tres siglos del vasallaje a la Corona española, a pesar de que el emperador Carlos I había dotado de escudo a la imperial ciudad en diciembre de 1523 y que en 1642 el virrey Juan de Palafox ordenó que no volviera a usarse el símbolo por ser peligroso jirón del paganismo. Alegó el culto virrey arzobispo que la idolatría podría volver a las mentes indígenas; sin embargo, tanto por la fecha del decreto como por el nulo eco de su propósito, es posible que detrás de la argumentación de ortodoxia tridentina hubiera oportunismo político (recordemos que el documento fue leído y firmado el 14 de agosto, un día después de la conmemoración de la conquista de Tenochtitlan y del tradicional Paseo del Pendón, en el contexto de la crisis por la separación de Portugal, de las acusaciones de deslealtad de su antecesor, el duque de Escalona, y de la Europa sumida en la Guerra de los Treinta Años); también destiló una pequeña dosis de autoritarismo para evitar que los signos indígenas –y americanos– fueran vehículo de las moralejas y lecturas alegóricas que eran usuales para los temas plásticos del paganis-mo grecolatino cristianizado. Nada que separara de España. Era sólo un evento más de la larga e invisible, silenciosa pero no por eso menos hostil, guerra de los símbolos entre los vasallos americanos y peninsulares del rey español. 

 

 

Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Escudo Nacional, historia de un símbolo que unifica" del autor Salvador Rueda Smithers, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 66