Terror apache

Javier Villarreal Lozano

 

Los nativos del desierto hicieron del rapto un modo de supervivencia. En el siglo XIX, muchos niños y mujeres fueron incorporados a sus tribus, mermadas por la guerra, la viruela y la escasez.

 

 

Al niño Miguel Múzquiz lo secuestraron los apaches mezcaleros en uno de sus frecuentes ataques al Presidio de Santa Rosa (hoy Ciudad Melchor Múzquiz, Coahuila). Igual que centenares de menores de edad, sufrió el destino de ser “adoptado” por su captor. Creció como apache y se casó con una mujer de la tribu. Tuvo un hijo llamado Alsate, quien gracias a su valor y a su astucia llegó a convertirse en jefe de una partida dedicada a asolar las poblaciones norteñas de Coahuila y Chihuahua. Un coronel mexicano que luchó contra él lo describió: “joven, delgado, musculoso, nariz ligeramente aguileña y ojos de águila”.

 

Hacia 1878, las autoridades civiles y militares del Presidio del Norte (Ojinaga) y San Carlos (Chihuahua) mantenían buenas relaciones con Alsate. Sin embargo, los indios continuaron las tropelías en ranchos y poblados coahuilenses. Sus desmanes hicieron que el presidente Porfirio Díaz dictara la orden terminante de acabar con Alsate y su grupo. Uno de los encargados de ejecutarla fue el futuro gobernador de Coahuila, el coronel José María Garza Galán, quien salió de Santa Rosa con cien hombres rumbo a San Carlos, para unirse a las fuerzas de ese presidio.

 

Alsate y buena parte de su gente fueron capturados. Los condujeron a Santa Rosa antes de trasladarlos a la cárcel de la Acordada, en Ciudad de México. Entre los apresados se encontraba el padre de Alsate, Miguel Múzquiz, ya viejo y ciego, quien pidió hablar con Manuel Múzquiz y se identificó con él como su hermano que había sido raptado muchos años atrás. Mencionó el nombre de su madre, pero Manuel, sospechando que podía engañarlo, le pidió que se quitara el mocasín del pie derecho. Recordaba que su hermano tenía un defecto congénito: un subdesarrollado sexto dedo, igual que otros miembros de la familia Múzquiz. Cuando Miguel se quitó el mocasín le mostró una cicatriz donde se había arrancado el dedo porque le molestaba al caminar.

 

Miguel fue liberado. No así Alsate, su hijo, por ser apache de nacimiento y además jefe de la cuadrilla responsable de numerosas tropelías. Terminó encarcelado en la Acordada, pero logró escapar y regresar al norte. Volvió a las andadas, hasta que le tendieron una trampa. Con la promesa de entregarle mensualmente provisiones para mantener a su grupo, le propusieron un tratado de paz. Los indios acudieron a San Carlos a fin de formalizar el tratado. Allí se les organizó una fiesta donde se les dio “barbacoa y bastante licor”. Ebrios, al amanecer fueron rodeados por tropas mexicanas. Solo unos cuantos estuvieron en aptitud de luchar y murieron peleando. Fueron capturados 63 guerreros y cerca de 150 mujeres y niños. Alsate murió ejecutado en el Presidio del Norte.

 

La de Miguel Múzquiz es una de las muchas historias del violento noreste mexicano que durante más de un siglo sufrió incursiones de apaches y comanches, las cuales dejaban una estela de muerte, robo y hogares destrozados por la ausencia de los hombres, mujeres y niños que los llamados bárbaros capturaban y se llevaban con ellos.

 

Los menores eran incorporados a las tribus después de superar algunas pruebas. Según el historiador Héctor Jaime Treviño Villarreal, primero los dedicaban a cuidar caballos. Al ganarse la confianza, les permitían unirse a las partidas de caza y después a los combates contra otras tribus o tropas norteamericanas. Probada su lealtad, el tercero y último paso para lograr su aceptación plena y considerarlos apaches, era tomar parte en las incursiones en territorio mexicano.

 

Práctica redituable

 

Comanches y apaches hicieron del secuestro una práctica lucrativa. En ocasiones utilizaban a los “cautivos”, como se les llamaba entonces, para negociar canjes de prisioneros, entregándolos a cambio de la libertad de algunos de los suyos que estaban presos. Otras veces optaban por cobrar el rescate mediante armas, mantas, diversos artículos y animales. El destino de muchos niños y mujeres jóvenes cautivos era distinto: los incorporaban a su tribu para aumentar el número de miembros, constantemente mermado por la muerte o la captura de sus guerreros.

 

En la liberación mediante pago, en el noreste mexicano se procedía igual que lo habían hecho siglos antes los monjes mercedarios de España para rescatar a los cristianos cautivos de los moros: particulares cooperaban en la medida de sus posibilidades a fin de reunir el dinero suficiente para comprar su libertad. Estas limosnas –apunta el historiador Francisco Javier Sánchez Moreno– eran más generosas en aquellas localidades donde se registraban frecuentes incursiones de los indios, así como en las villas más pobladas. Y explica:

 

“No obstante que la cantidad total [que se reunía] pueda parecer escasa, debemos interpretar que la entrega de esa cantidad suponía un esfuerzo económico importante en unas localidades donde el desarrollo normal de la economía se veía impedido por la inseguridad que generaban unos ataques que tenían como objetivo principal los ranchos y las haciendas.”

 

Cuando capturaban a mujeres que habían superado la edad de reproducción, no se tomaban la molestia de cargar con ellas: las asesinaban. Así ocurrió en 1775 en el picacho de Peyotes, también cercano a Santa Rosa. Los apaches atacaron unas carretas cargadas con semillas. Mataron a ocho hombres y secuestraron a una mujer con fama de ser muy devota. Por la noche la llevaron hasta el picacho, pero al amanecer vieron que se trataba  de una anciana y la mataron. Desde entonces, al accidente geográfico le llaman La Rezadora o Tía Rezadora.

 

La doctora Martha Delfín Guillaumin (“Las cautivas de los apaches”, Relatos e Historias en México, núm. 72) recoge la historia de tres mujeres cautivas asimiladas por la tribu de sus captores, las sonorenses Lola Casanova y Coyota Iguana, y la texana Cynthia Ann Parker, cuyas biografías han sido retomadas tanto por la literatura como por el cine.

 

 

Si quieres saber más sobre el notable incremento de los ataques indios en la década de 1840 a 1850 y sobre y el negocio internacional en el que se convirtió el tráfico de seres humanos después de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848, busca el artículo completo “Terror apache” del autor Javier Villarreal Lozano en Relatos e Historias en México número 117. Cómprala aquí.