¿Se saben la historia de la condesa y el jardinero?

Paula Kolonitz y Wilhelm Knechtel en la Corte Imperial de Maximiliano y Carlota
Ricardo Lugo Viñas

 

Ambos dejaron extraordinarios testimonios, a manera de bitácoras de viaje, sobre aquel periplo de 59 días que emprendieron en compañía de los emperadores, desde su salida del Castillo de Miramar, en Trieste, hasta su solemne entrada a Ciudad de México el 12 de junio de ese año.

 

El 28 de mayo de 1864, poco después del mediodía, la poderosa fragata Novara ancló frente al fuerte de San Juan de Ulúa, en el puerto de Veracruz. La bandera mexicana ondeaba en su mástil. A bordo, procedentes de las costas del mar Adriático, viajaban el archiduque Fernando Maximiliano José María de Habsburgo- Lorena, que venía a reclamar el ofrecido trono del Imperio mexicano, acompañado por su esposa, la princesa Carlota de Bélgica, además de 85 nobles, miembros de su comitiva.

Dos personajes destacaban en aquel séquito: la condesa austriaca Paula Kolonitz, dama de compañía de Carlota, y el bohemio Wilhelm Knechtel, jardinero real de Maximiliano. Ambos dejaron extraordinarios testimonios, a manera de bitácoras de viaje, sobre aquel periplo de 59 días que emprendieron en compañía de los emperadores, desde su salida del Castillo de Miramar, en Trieste, hasta su solemne entrada a Ciudad de México el 12 de junio de ese año.

La condesa escribió Un viaje a México en 1864, publicado en Viena en 1867, traducido al italiano el año siguiente y trasladado del italiano al español por el poeta y diplomático veracruzano Neftalí Beltrán en 1976. El botánico escribió Apuntes manuscritos de mis impresiones y experiencias personales en México entre 1864 y 1867, probablemente redactado a finales del siglo XIX y publicado por entregas en las páginas de la revista alemana Deutsch Arbeit entre 1906 y 1908. Esos Apuntes fueron publicados por vez primera en español en 2012 bajo el título Las memorias del jardinero de Maximiliano, editado por el INAH, traducido por Susanne Igler y ricamente ilustrado.

 

Espectadora de primera fila

En el óleo titulado Partida de Maximiliano y Carlota de Trieste, obra del maestro Cesare Dell’Acqua, se puede observar a los emperadores que, desde la lancha que los conducirá a la fragata Novara, se despiden de sus coterráneos y súbditos del Castillo de Miramar. Seguidos de la pareja imperial, de pie, sobre la lancha que lleva izada la bandera de México, se ve a las damas de compañía de la emperatriz: las condesas Melanie Zichy y Paula Kolonitz. Esta última escribirá a propósito:

 

“El 14 de abril de 1864 era el día ansiosamente esperado de nuestra partida. El sol saludaba con sus rayos ardientísimos. No había nubes en el cielo. […] Una media hora antes de nuestra partida una representación de la ciudad de Trieste presentó al archiduque, hoy emperador, sus despedidas. El archiduque Maximiliano era un príncipe al que el pueblo amaba grandemente. Trieste le debe mucho. Y fue con dolor y grave aprensión que lo vio partir para correr al encuentro de un futuro peligroso e incierto. […] El emperador prorrumpió en lágrimas cuando el corregidor de Trieste le aseguró con afectuosas y cálidas palabras la tristeza general, el interés popular. El momento era tan solemne y tan imponente, que todos estaban conmovidos. Casi no hubo ojos que permanecieran secos.”

 

Así comienza Un viaje a México en 1864, memorias de la condesa Kolonitz, una obra que resulta un enigmático referente dentro de la literatura de viajes. Dividida en diez capítulos, concluye con el retorno de Kolonitz a Europa, a bordo de la embarcación Louisiane, en diciembre de ese mismo año. La narración abarca un periodo de nueve meses, de los cuales seis transcurren en territorio mexicano.

Los tres primeros capítulos los dedica al viaje marítimo, que luego de Trieste continúa por Albania, Sicilia, la isla Lípari y de ahí a Roma –donde los emperadores se encontrarán con el papa Pío IX en compañía del mexicano José María Gutiérrez de Estrada–. Luego siguen por Córcega, el estrecho de Gibraltar y la isla Madera, para después adentrarse en un monótono y largo trayecto sobre el Atlántico: “el mar, que parecía un gran desierto, se pobló también para nosotros. Vimos de nuevo delfines pasando ante nosotros con increíble velocidad y jugando desenfrenadamente”. De ahí al Caribe: “Cuanto más nos acercábamos a las Antillas el sol se volvía más candente, el aire más pesado, y se transpiraba por cada poro”. Primero arribaron a Martinica, luego a Jamaica y finalmente a México: “No hay lugar en el Nuevo Mundo cuyo aspecto tan mal satisfaga las ansias y la expectativa de quien llega con el ánimo lleno de esperanzas, como Veracruz”.

A partir de aquí, el libro estará plagado de comparaciones y alusiones a la superioridad del modelo de vida europeo, además de juicios de valor contra todo aquello que atente contra su estilo y entendimiento de la vida. Criticará la comida, las casas, la belleza femenina, los caminos, a los indios y hasta la costumbre de la clase media mexicana de bañarse constantemente. Sin embargo, su obra es una interesantísima y gozosa crónica de viaje que describe con singularidad varios momentos de nuestra historia decimonónica, y como bien apunta el maestro Neftalí Beltrán, vale la pena leerla con ojos curiosos y tolerantes.

 

El jardinero del emperador

Cuando Maximiliano inició su navegación desde Miramar a México ya tenía cinco años de conocer al joven y talentoso botánico Wilhelm Knechtel. Él había prestado sus servicios al archiduque en el diseño de los jardines de dos de sus propiedades, el palacio de la isla Lacroma y el Castillo de Miramar, y fue nuevamente contratado para, además de acompañar al futuro emperador mexicano en su viaje, fungir como jardinero de la corte.

Maximiliano tenía una particular pasión por la arquitectura y los jardines. También por la ciencia y los viajes de exploración, observación y conocimiento. En 1856 había diseñado y supervisado la construcción de su residencia en Miramar, incluyendo los jardines. No era el primero que planeaba ni sería el último. En México participó en los proyectos arquitectónicos de los jardines de su residencia imperial, de la calzada del Emperador (actualmente Paseo de la Reforma), el Jardín Borda en Cuernavaca y los andadores del Castillo de Chapultepec.

Un día después de la llegada a la capital, Maximiliano pidió a Knechtel inspeccionar el antiguo edificio virreinal del cerro de Chapultepec, con la intención de que explorara posibilidades arquitectónicas para su pronta restauración. Lo acompañó el mariscal François Achille Bazaine.

Las siguientes semanas, el emperador y su jardinero imaginaron la restauración del palacete en el que los jardines tendrían un escenario preponderante. En noviembre de 1864, Maximiliano manifestó a los ministros Gutiérrez de Estrada y Juan N. Almonte su deseo de convertir el Castillo de Chapultepec en su residencia oficial. Maximiliano había encontrado su Miramar que quiso nombrar “Miravalle”. Dice José Luis Blasio, secretario particular del emperador:

 

“hizo que se cubrieran los jardines [del Castillo] con plantas exquisitas y raras [traídas desde Trieste por Knechtel], con magníficas y artísticas estatuas y con espléndidos jarrones de mármol blanco finísimo. […] Se construyó también un vasto corredor cubierto, que servía para que el emperador paseándose mientras yo le leía su correspondencia, contemplara el maravilloso paisaje que ante su vista se desarrollaba.”

 

Carlota compartió su felicidad con su abuela, la reina María Amelia, mediante una misiva: “Max ya arregló aquí el jardín, o más bien la terraza, de una manera admirable […] A propósito de los colibríes, ayer por la tarde oímos uno en la terraza, verde y azul, chiquito, con pico largo que zumbaba alrededor de las flores”. Todo esto lo haría posible Knechtel, responsable de ejecutar los designios del emperador.

En sus Apuntes, Wilhelm, además de narrar los pormenores del viaje, también registra la vegetación, el clima, las plantas y hasta algunos animales que observa en el camino, así como la vida cotidiana al lado del emperador. Su mirada, aunque menos colonialista que la de Kolonitz, no deja de ser víctima de “la extrañeza, la novedad, la fascinación de México”, propia de todo viajero, como apunta Héctor de Mauleón.

En julio de 1867 abandonó nuestro país. En Europa trabajó para el rey de Rumanía, quien lo nombró director botánico de los jardines reales. Posteriormente, como un reconocimiento a sus saberes, fue nombrado profesor de la Universidad de Bucarest.