Los libaneses y su aporte a la cultura y la economía mexicana

Rebeca Inclán Rubio

 

Medio Oriente en México (1880-1950)

 

 

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la llegada masiva de inmigrantes al continente americano fue resultado del colapso de tres grandes imperios europeos: el austrohúngaro, el otomano y el ruso. El arribo de extranjeros a México en este periodo no fue fortuito, sino que respondió tanto al control que estableció el vecino país del norte respecto al número de inmigrantes que recibía, como al proyecto de nación avalado por los liberales y enérgicamente impulsado en las administraciones de Porfirio Díaz y Manuel González, quienes favorecieron la llegada y permanencia de colonos e inmigrantes y establecieron un marco legal para su regulación.

 

Se insistía en la llegada de inmigrantes “culturalmente afines” a la sociedad mexicana, como españoles, franceses, belgas e italianos, o personas “trabajadoras” como los ingleses, para lograr el desarrollo y la estabilidad del país; aunque también se sumaron otros inmigrantes como los chinos, japoneses, judíos y súbditos del Imperio Otomano, que a principios del siglo XIX comprendía toda la península de los Balcanes, Anatolia y el mundo árabe desde Iraq hasta el norte de África, incluyendo el actual Líbano.

 

Dentro de las fronteras de dicho imperio convivían diversas comunidades culturales, étnicas y religiosas, como musulmanes y cristianos. Los maronitas fueron los que más resintieron la política del régimen conservador y represivo y emigraron de manera masiva a partir de la segunda mitad del siglo XIX, primero a ciudades cercanas y finalmente a América.

 

De 1900 a 1918 se incrementaron las persecuciones. Con una definida identidad cristiana, Monte Líbano fue la región más castigada del Imperio Otomano por haber sido un territorio protegido por los europeos; estuvo sujeto a un bloqueo de alimentos y medicinas que provocó un verdadero holocausto cristiano. En 1916, la hambruna, las plagas y las epidemias causaron la muerte de más de 100 000 personas en una población de alrededor de 450 000. Salomón Frangie, inmigrante establecido en Guadalajara, nos comentó los motivos que lo obligaron a emigrar en esos años:

 

Me crie con mis abuelos en una casa pequeña en el Líbano. Había un almacén pequeño y guardaban papas y castañas […] se sembraban ajos y cebollas en las grietas de las casas. Mi padre murió de influenza española, en 1918 o 1921… no recuerdo el año […] por lo que mi madre empezó a trabajar en el huerto […] las condiciones en que vivíamos eran precarias. Finalmente emigré.

 

Un nuevo hogar

 

Durante la segunda mitad del siglo XIX, inmigrantes procedentes del Medio Oriente dejaban el bled, el país de origen, con el objetivo de llegar a América, “la tierra de las oportunidades” donde encontrarían mejores condiciones de vida. Los emigrantes, en su mayoría de origen campesino, salían de los puertos de Beirut y Trípoli, de donde viajaban a algún puerto europeo como Marsella o Havre para partir hacia el continente americano. Cuando en Estados Unidos se establecieron cuotas para inmigrantes, las compañías de los barcos en que viajaban los enviaban a algún otro destino como Argentina, Brasil o México.

 

El arribo de inmigrantes procedentes del Imperio Otomano a México comenzó en las dos últimas décadas del siglo XIX; viajaban con pasaporte otomano y se les denominaba “árabes” o “turcos”. Tras salir de un entorno hostil, sus voces nos han relatado su historia. Dib Morillo recuerda en sus Memorias:

 

Yo a la edad de 20 años el día 9 de julio de 1912 me casé con Farida, hija del finado Antonio Hamed y la señora Marche […] salimos con rumbo a Trípoli para dirigirnos a la América, caminamos casi 35 kilómetros de distancia que hay entre mi pueblo y Trípoli […] antes de nuestra salida pensamos en ir a México, en donde vivían unos familiares.

 

Salomón Frangie continúa contando su historia:

 

La mayoría de los libaneses llegaron jóvenes, [con] entre 14 y 18 años, y lo hicieron por la presión del gobierno turco. Me casé en 1925 y vine a América en 1927. Mi itinerario fue Beirut, Marsella, Cuba y Veracruz […] el pasaje costó 105 libras libanesas […] el viaje duró 28 días […] yo soy católico maronita.

 

El Registro Nacional de Extranjeros consignó como árabes a todos los inmigrantes originarios del Imperio Otomano y abarcó un total de 7 533 individuos de 1880 a 1950. El 62 por ciento de estos declaró tener la religión católica, cristiana o maronita y ser originarios principalmente de Monte Líbano, así como de lugares que décadas después formarían parte del Gran Líbano (1920), el cual daría lugar a la formalización de la República Libanesa en 1926, bajo la supervisión de Francia; en este momento ya podemos hablar de inmigración libanesa.

 

La comunidad reconoce como el primer inmigrante maronita al sacerdote Boutros Raffoul, quien llegó por Veracruz en 1878, mientras que la revista Emir menciona a don Santiago Sauma como el fundador de la colonia libanesa en Yucatán, luego de arribar entre 1879 y 1880 por El Paso, Texas, y finalmente establecerse en Mérida. Con la llegada de estos relevantes personajes se inicia la construcción de una comunidad que al paso de los años desarrollaría profundas raíces en la sociedad.

 

La religión

 

Al ser cristianos, los inmigrantes libaneses se integraron fácilmente a una sociedad mayoritariamente católica como la mexicana. En el caso de la capital del país, la primera iglesia a la que asistieron fue el templo de la Candelaria. Más tarde acudieron al de Nuestra Señora de Balvanera, ubicado en la esquina de las actuales calles de Correo Mayor y República de Uruguay. En 1922 el presidente Álvaro Obregón donó este templo a la comunidad maronita, que financió su reconstrucción y se convirtió en la Catedral de San Marón en 1995. En dichas iglesias la comunidad libanesa expresó libremente su identidad maronita: la celebración de la misa con el rito cristiano oriental como parte de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.

 

Para los libaneses han sido fundamentales dos devociones: la de San Marón y la de San Charbel (1828-1898; canonizado en 1977), cuya celebración es el tercer domingo de julio. La devoción a este último ha sido un verdadero legado de los libaneses a la feligresía mexicana. Actualmente, la iglesia de San Agustín, en la colonia Polanco de la capital del país, se ha convertido en un centro de veneración para ese santo. Aparte, a partir de 1970 los maronitas contaron con la iglesia de Nuestra Señora del Líbano, en la colonia Florida de la misma ciudad.

 

 

Si quieres saber más sobre la cultura libanesa en México busca el artículo completo “Medio Oriente en México”, de la autora Rebeca Inclán Rubio que se publicó en Relatos e Historias en México número 118Cómprala aquí.