Guillermo Prieto, el “abuelito de la patria”

Bertha Hernández

 

Atrapado en la frase “¡los valientes no asesinan!”

 

 

Al raspar el bronce de las estatuas de los grandes protagonistas de la historia, uno puede hallar sorpresas. Es el caso de este hombre de Estado, aventurero idealista, periodista, malévolo creador de canciones satíricas, amiguísimo de sus amigos, sufridísimo ministro de Hacienda, el poeta más popular del siglo que terminó sus días como el mismísimo abuelito de la patria.

 

Guillermo Prieto (1818-1897) es la única estatua desaliñada en el Paseo de la Reforma de Ciudad de México; es el tatarabuelito profesional de los periodistas del siglo XXI, aunque muchos de ellos nunca lo hayan leído. Es la imagen de una marca de jarabe de ajolotes y es un patio sembrado de naranjos en el Palacio de Gobierno de Guadalajara; es una tortería en la Unidad Habitacional Tlatelolco de la capital mexicana, es una lectura en un libro de texto gratuito de hace sesenta años. Es el gran cronista del México decimonónico y parte del elenco político de la generación de la Reforma liberal. Con esta cauda de historias a cuestas, la gran paradoja es que la mayor parte de quienes saben algo de él se remitan solo a una frase: “¡Los valientes no asesinan!”.

 

Ahora que se cumplen dos siglos de su nacimiento, y como lo que sentía lo ponía por escrito, tenemos la oportunidad de mirarlo en sus momentos de luz y de sombras, con sus alegrías y conflictos, que involucran a toda una generación, la artífice de la Reforma liberal.

 

Como ha ocurrido a tantos otros protagonistas de la historia mexicana, Guillermo Prieto se quedó atrapado en un momento particularísimo de su existencia; ese en el que arenga a un piquete de soldados, el instante de su prolífica vida en el que dijo, o dicen que dijo, “¡Los valientes no asesinan!”, en la desaparecida cárcel que se encontraba en la planta baja del Palacio de Gobierno de Guadalajara y que resulta su representación gráfica más conocida. Paradojas de la historia: ese momento en que este chilango decimonónico pasó a la inmortalidad, según las narraciones convencionales, opacó los cientos de asuntos políticos en los que participó, toda su actividad periodística y las carretadas de poesías que escribió.

 

Doscientos años después de su nacimiento, los mexicanos del siglo XXI somos afortunados: podemos asomarnos a la vastedad de sus Obras completas que abarcan ¡nada menos! que 32 volúmenes que caminan por los apuntes históricos, las crónicas de viajes, los discursos parlamentarios, el periodismo político y la poesía patriótica. Es el gran cronista de su siglo y, por décadas, su ingenio, su picardía, su emocional y exaltado amor a la patria estuvieron encerrados en las páginas de los periódicos.

 

“Perrito de todas las bodas”

 

Así se decía a principios del siglo XIX lo que hoy decimos como ser “ajonjolí de todos los moles”. Ese era Guillermo Prieto: el que cuenta los sucesos grandes y pequeños del México de su época, de manera tal que se antoja omnipresente. Siempre está en el lugar de los hechos trascendentes, o por lo menos muy cerca, y eso lo convierte en uno de los grandes narradores de la vida política del país.

 

Y aun como diputado constituyente, funcionario o secretario de Estado, nunca olvida su vocación irredimible de ser un andariego que va por las calles de su amada Ciudad de México y por todos los rumbos a los que lo lleva su accidentada biografía política: tiene oído para los mil y un pequeños dramas y heroicidades de la vida cotidiana; atiende las historias de amores fracasados, de chiquillos malcriados o léperos enamorados, y las transforma en sabrosos cuadros de costumbres, crónicas detalladas o poesías que repiquetean cuando, más de un siglo después de haber sido escritas, vuelven a leerse en voz alta.

 

Ese perfil peculiar del hombre público del siglo XIX mexicano, en el cual se combina la vocación literaria con la militancia partidista y un muy alto concepto del servicio público, halla en Guillermo Prieto una de sus más acabadas expresiones: en una época de tanto escepticismo como la nuestra, de un gran desencanto ante quienes se dedican a la política, puede sonar lejana, incluso irreal, una biografía como la de este poeta que gozaba como nunca cuando hacía periódicos y versos satíricos, que tuvo tratos –unos mejores, otros peores– con siete presidentes de la República, desde Mariano Arista hasta Porfirio Díaz, y que era capaz de incendiar multitudes cuando tomaba vuelo en su faceta de orador.

 

Como buen romántico, a quien tocó trabajar en algunos de los círculos más complejos de la administración de un país, tenía como motor y bandera un concepto que hoy hace reír con sorna a los cínicos y escépticos y que, hace siglo y medio, movilizaba ejércitos y desataba rudos debates: el amor a la patria.

 

Un tipo con suerte

 

¿Qué sabemos de verdad de Guillermo Prieto? Solamente tenemos una fuente para hablar de sus primeros años: las famosas Memorias de mis tiempos; pero como todo escrito autobiográfico, se trata de una versión que el autor intenta fijar de sí mismo para la posteridad, sin considerar que ese, acaso su libro más conocido, es una publicación póstuma, hecha a partir de los apuntes reordenados por el historiador Nicolás León, por encargo de la viuda de Prieto, su segunda esposa, Emilia Colard o Collard.

 

¿Qué Guillermo Prieto nos pintan sus memorias? A un muchacho al que la vida pone en la ruta del azar afortunado y que, a fuerza de audacia e ingenio, le ocurre lo mismo que al Buscón de Francisco de Quevedo o al Periquillo Sarniento de José Fernández de Lizardi, personajes que eluden las consecuencias del abandono y la pobreza para remontar su condición y convertirse en hombres más o menos respetables.

 

Esa historia, la de una infancia idílica que empieza en 1818, en la calle del Portal de Tejada –hoy Mesones, en Ciudad de México–, se termina pronto por la muerte del padre, molinero y comerciante de alguna prosperidad. Afloran, en ese trance, las habilidades que le ganarán su boleto de entrada a la vida pública del México de la primera mitad del siglo XIX: el talento poético y versificador que parece traer a flor de piel, así como la iniciativa para tocar las puertas de los hombres del poder y reclamar su sitio en una pequeña élite educada en los principios del liberalismo, que a la vuelta de unos pocos años será la artífice de un proyecto de país que va a construir instituciones y modos de vida que aún hoy nos caracterizan como sociedad.

 

En esa audacia adolescente, que no deja de tener su dosis de ingenuidad, el muchachito Prieto, apenas quinceañero, aspira a pedirle empleo al presidente Antonio López de Santa Anna, pero acaba como protegido del casero del personaje, que no es menos ilustre: nada menos que el antiguo insurgente Andrés Quintana Roo, a quien conmueve la imagen de un chico que se declara huérfano de padre, con una madre enloquecida por el duelo y en la ruina absoluta. De la mano de Quintana Roo saldrán cartas que le darán acceso al Colegio de San Juan de Letrán para estudiar, y otra para el director de la Aduana, con una recomendación para un empleo de dieciséis pesos al mes.

 

A partir de esos sucesos, Prieto empieza a vivir en dos mundos diferentes: el de su empleo y el de sus estudios. Desde su escritorio de la Aduana, contempla a músicos, comerciantes y toreros; en San Juan de Letrán estudia matemáticas e inglés, y con Quintana Roo aprende gramática. En el entorno del viejo insurgente comienza a codearse con escritores y periodistas, aunque llama la atención que en su autobiografía no sea visible la imagen de la esposa de su protector, Leona Vicario.

 

Cada vez que puede, el adolescente se escapa a las calles, a los barrios populares, donde se atiborra de antojitos y conversa con los muchachos de su edad. Así, aprende nombres, apodos y picardías; contempla de cerca los dramas humanos que los más pobres padecen, y escucha todo lo que hablan, chismean y murmuran acerca de los poderosos. No podía tener mejor escuela para conocer la realidad nacional.

 

 

Si quieres saber más sobre la etapa de aprendiz de economista y de periodista de Guillermo Prieto, así como de su círculos de amigos, entre los que se encontraba Ignacio Ramírez, el Nigromante, busca el artículo completo “Atrapado en la frase” de la autora Bertha Hernández publicado en Relatos e Historias en México, número 120. Cómprala aquí.