El cazador de sombras

Glorias y fracasos de Edward S. Curtis, el fotógrafo de los nativos de Norteamérica

Luis Arturo Salmerón Sanginés

 

En los primeros días de 1900, el próspero fotógrafo Edward S. Curtis fue invitado por el famoso antropólogo George B. Grinnell a captar la Danza sagrada del Sol, ejecutada por la tribu Pies Negros (Piegan) en su reservación de Montana, al noroeste de Estados Unidos. Cinco años antes, había tomado su primera instantánea de una nativa americana al retratar a la anciana Kikisoblu, hija del jefe Seathl de la tribu Suquamish, y que vivía en Seattle. Esa imagen, a la que tituló La princesa Angeline, le dio fama y despertó su interés por los indígenas norteamericanos.

 

Cuando presenció el ritual sagrado de los Pies Negros, quienes habían logrado mantener parte de su cultura relativamente intacta, Curtis descubrió el que sería el sueño de su vida y que absorbería toda su energía y fortuna a partir de entonces: captar con su cámara a todas las tribus de nativos de la zona antes de que sus culturas se perdieran y la historia los olvidara. Así, a sus 32 años, el fotógrafo de los indios había nacido.

 

El descubrimiento de su pasión

 

Edward Sheriff Curtis nació en 1868 en la pequeña ciudad de Whitewater, en el estado de Wisconsin. Fue hijo de un predicador oriundo de Ohio que había prestado sus servicios religiosos a los soldados de la Guerra Civil estadounidense (1861-1865). Cuando la lucha terminó, el padre de Edward dedicó sus días a trabajar en una pequeña granja familiar y a predicar en los pueblos cercanos, siempre y cuando su salud, mermada por las vejaciones de campaña, se lo permitiera.

 

En 1880 la familia se trasladó a Cordova, Illinois, donde el padre se dedicó a predicar. A menudo el joven Edward le acompañaba en sus viajes pastorales; seguían los ríos en canoa y acampaban si los agarraba la noche lejos de los poblados. Esto despertó en él su primera gran pasión: el gusto por la naturaleza y la vida al aire libre. Por esos mismos años descubriría su segunda gran afición al construir su propia cámara, luego de seguir las instrucciones de un manual de fotografía y aprovechar una lente que su padre había traído de la guerra.

 

A los catorce años dejó sus estudios para ayudar a sostener la casa familiar, que entonces contaba con cuatro hijos más. Dos años más tarde entró de ayudante en un estudio fotográfico en la pequeña ciudad de Saint Paul, Minnesota. Poco después, en busca de un clima de mayor beneficio para su padre, los Curtis se trasladaron a Seattle. Para entonces Edward era el principal sostén de la familia; trabajaba como leñador y jornalero, aunque mantenía su afición por la fotografía.

 

Después de morir su padre y a causa de un accidente de trabajo que lo marginó de las rudas labores habituales, Edward ingresó a un estudio fotográfico. Entonces, a principios de la década de 1880, Seattle era el principal puerto de acceso al Lejano Oriente y a Alaska, así como una escala obligada para los busca dores atraídos por la llamada fiebre del oro que se desató a lo largo del río Klondike, en Yukón, Canadá.

 

Pronto logró establecer su propio estudio, donde tuvo bastante éxito al realizar retratos de lujo. Exponente del pictoralismo, la tendencia de moda que pretendía colocar a la fotografía a la altura de las disciplinas artísticas tradicionales, los retratos de Curtis fueron muy valorados en la región de Seattle, otorgándole una holgada posición económica. Esto le permitió, además de sostener a su numerosa familia, retratar paisajes, su entorno urbano y a los mineros en camino a Yukón.

 

En 1896 casó con Clara J. Phillips, con quien tuvo cuatro hijos. Todo marchaba viento en popa para el joven que, tras aprender el oficio de forma autodidacta, había logrado establecer uno de los estudios fotográficos más importantes del noroeste de Estados Unidos. En esos años, Curtis alternaba su vida profesional con el montañismo y su gusto por la vida al aire libre; incluso, perteneció a un grupo de montañistas y naturalistas que lucharon porque la región del monte Rainier se convirtiera en parque nacional, lo que consiguieron en 1899.

 

“El cazador de sombras”

 

En 1895 Curtis realizó, sin saber que sería la primera de miles, una fotografía de un nativo americano: el mencionado retrato de la anciana Kikisoblu, quien por cierto murió al año siguiente. El retrato atrajo la atención profesional de dos personajes a los que había conocido en el montañismo: el naturalista Clinton Hart Merriam, uno de los fundadores de la National Geographic Society, y el antropólogo experto en la cultura de los indígenas norteamericanos, George Bird Grinnell. El primero lo contrató, en 1899, como fotógrafo oficial de su expedición científica a Alaska. Curtis aprovechó las largas horas de viaje en barco para leer todo lo que pudo sobre antropología. El segundo, que llevaba más de veinte años haciendo trabajo de campo con los Pies Negros, lo invitó al año siguiente al viaje que cambiaría su vida para siempre.

 

Edward comenzó inmediatamente a perseguir su sueño: pasó los veranos de 1901 a 1903 en el suroeste de la nación americana tomando fotografías en las reservas de navajos, apaches y hopis, mientras su esposa se quedaba a cargo de los hijos y del estudio. Curtis contaba con que la venta de las instantáneas, muy valoradas entonces, financiarían sus campañas, pero al cabo de los primeros tres años quedó claro que las ganancias estaban lejos de solventar los grandes gastos de su proyecto, aparte de que las prolongadas ausencias minaban su relación familiar, que languidecía igual que su fortuna.

 

Decidido a no abandonar su sueño, tocó varias puertas en busca de apoyo financiero, pero no tuvo el éxito esperado. Primero lo rechazaron en el Instituto Smithsoniano, donde al desconfiar de su escasa formación académica, no consideraron viable su desmesurado proyecto. En las editoras comerciales, por el contrario, consideraron demasiado académico su trabajo y poco atractivo para los compradores como para publicarlo.

 

Finalmente, el magnate, banquero y coleccionista John P. Morgan, convencido gracias a una fotografía de una joven mohave que llegó a sus manos, decidió ayudarle con los gastos del trabajo de campo, pero no con los de la publicación ni con los honorarios del autor; además condicionó su apoyo a que el propio Curtis escribiera los textos que acompañarían a las imágenes y no un académico, con lo que cerró la puerta a la posibilidad de pedir el apoyo de instituciones de este ámbito.

 

A partir de entonces, se consagró por completo a la realización de su magna obra, a la que titularía The North American Indian, la cual constaría de veinte volúmenes ilustrados y un portafolio adicional con fotografías de gran formato. En total, Curtis publicó 1 500 instantáneas en los libros y setecientas en los portafolios. El primer tomo de su obra fue publicado en 1907 y el prólogo lo escribió el presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, a quien Curtis había fotografiado en sus tiempos de retratista comercial.

 

El contrato con Morgan contemplaba un lustro de estancias con los nativos por todo Estados Unidos, además de Alaska y algunas regiones de Canadá. A Curtis le llevó veinticuatro años terminar su sueño y finalmente se imprimieron 227 juegos de su obra, de los que se conservan varios en instituciones públicas y privadas de Estado Unidos y Europa. Para concretarla, realizó unas 40 000 fotografías y cerca de 10 000 grabaciones del habla de distintas lenguas y de piezas musicales en cilindros de cera; visitó más de ochenta tribus con las que pasó largas temporadas, integrándose en la medida de lo posible a su ritmo de vida. Su perseverancia le valió el respeto de los nativos, que le ponían apodos como “el cazador de sombras”.

 

 

Si quieres saber más sobre Edward S. Curtis, el fotógrafo de los nativos de Norteamérica busca el artículo completo “El cazador de sombras” del autor Luis Arturo Salmerón Sanginés, que se publicó en Relatos e Historias en México, número 117. Cómprala aquí.