¿Cuál es la historia de la avenida Balderas?

Ricardo Cruz García

 

De la prehistoria al siglo XIX por una calle emblemática de Ciudad de México

 

 

Si un día quiere viajar en el tiempo, la avenida Balderas es una excelente opción. En cerca de un kilómetro de asfalto podrá conocer una parte esencial de la historia de Ciudad de México. De Paseo de la Reforma a Chapultepec, de la prehistoria al siglo XXI, de los carruajes al metrobús, del sosiego del convento de San Diego a las metrallas de la Decena Trágica, de las artesanías de la Ciudadela al amor que alguien perdió en la estación del metro.

 

Hombre de Balderas

 

Esta historia podría empezar hace más de 10 500 años, cuando la erupción de lo que hoy es el Nevado de Toluca llegó hasta la cuenca de México. Ese día, uno de tantos de la prehistoria americana, un desdichado que se encontraba en lo que hoy es la avenida Balderas fue enterrado por la ceniza volcánica, como también ocurrió a buena parte de la megafauna de la región, entre la que estaban los monumentales mamuts.

 

Aquel hombre nunca imaginó que su cráneo sería hallado muchos milenios después, en 1968, durante los trabajos de excavación para construir el primer tramo de la línea 3 del metro, en un mundo totalmente distinto, lleno de automóviles, concreto y gente trajeada cuyo paisaje apenas llegaba a unos cuantos árboles y su fauna cercana eran algunos perros huesudos. Encontrado a tres metros bajo tierra entre la avenida Juárez e Independencia, desde entonces es conocido como Hombre de Balderas y sus restos hoy son parte de las evidencias del poblamiento inicial del centro de México.

 

Convento de San Diego

 

Cerca de donde ocurrió aquel azaroso descubrimiento prehistórico empieza la vía de Balderas, a la altura del actual Paseo de la Reforma. Allí, a iniciativa de fray Pedro del Monte, los dieguinos, que habían llegado a la entonces Nueva España en 1580, construyeron el convento de San Diego gracias al patrocinio de don Mateo de Mauleón y su esposa, doña Juana de Luna y Arellano. Las obras duraron de julio de 1591 a septiembre de 1621, año en que la iglesia del recinto fue consagrada.

 

Al paso del tiempo, el convento tuvo mejoras importantes, como la construcción de una capilla y una enfermería, la renovación de su torre, además de que aumentaron las joyas y alhajas que adornaban su interior. En este recinto se resguardaban piezas religiosas de gran valor, como una imagen tallada de San Diego y un Niño Jesús de marfil. Aparte, los dieguinos eran los encargados de las fiestas celebradas cada que la Virgen de los Remedios era traída a una capital novohispana que en el siglo XVIII llegaba solo hasta la actual avenida Balderas, que prácticamente marcaba uno de sus límites.

 

El convento llegó al México independiente, aunque solo se mantuvo hasta los años de la Reforma, ya que en 1861 los dieguinos, como muchos otros religiosos, fueron exclaustrados. Pese a ello, el recinto no pudo pasar a manos del Estado como consecuencia de la nacionalización de los bienes eclesiásticos decretada por el presidente Benito Juárez, debido a que era propiedad de una particular: doña Josefa de Luna y Arellano Hurtado de Mendoza, “perteneciente a una de las familias más antiguas y distinguidas de México”, marquesa de Ciria y sucesora de los benefactores iniciales del monasterio, don Mateo y su esposa Juana.

 

Al morir doña Josefa en 1866, dejó sus bienes a su hijo, el presbítero Andrés Davis, quien poco después fraccionó el antiguo convento en tres partes. De esta manera, mientras que la iglesia siguió a cargo de los dieguinos, la otrora amplia huerta fue convertida en un pequeño jardín y dividida en lotes para su venta, donde se empezarían a edificar “casas cómodas y bellas”, gracias a lo cual cambió notablemente el aspecto de aquel barrio, de acuerdo con el cronista José María Marroqui.

 

Con la partición del antiguo recinto, se abrieron dos pequeñas vías con nombres que honraban a antepasados de la familia: la de Colón y la del Condestable Don Álvaro de Luna. Esta última, que daba en un extremo con Rinconada de San Diego y en el otro con la calle de la Ex-Acordada (antes del Calvario y hoy parte de la avenida Juárez), sería el origen de lo que hoy es Balderas, en su cruce con Reforma e Hidalgo.

 

El vetusto templo dieguino, frente a la Alameda Central capitalina y a un costado del Museo Mural Diego Rivera, todavía resistió la destrucción de sus altares churriguerescos en la década de 1920, además de su uso como imprenta y bodega, antes de que fuera rescatado para albergar a la Pinacoteca Virreinal de 1964 a 2000. Actualmente, es sede del Laboratorio Arte Alameda.

 

La temible cárcel de la Acordada

 

Si seguimos andando sobre Balderas con dirección hacia Chapultepec, nos encontraremos con la avenida Juárez, una de las más célebres de Ciudad de México. En una de las esquinas de este cruce (donde hoy se ubican unas grises oficinas bancarias), en diciembre de 1759 se inauguró el primer edificio del Tribunal de la Acordada y su cárcel, creados con el objetivo de acabar con la inseguridad y la delincuencia que asolaban a la Nueva España en esos años. La nueva institución nació gracias a una “Comisión Acordada” por la Audiencia (órgano judicial de la colonia) y el virrey; de ahí su nombre.

 

La prisión de la Acordada se volvió la más temible de la época, pues, además de que se privaba a los reos de todo contacto con el mundo exterior, era conocida por sus condiciones insalubres, la falta de agua, los malos alimentos que ofrecía, la humedad de sus galeras que no permitían entrar la luz ni tenían ventilación, y “sin más cama que una estera miserable ni más abrigo que una sucia y vieja frazada”, de acuerdo con el historiador Antonio García Cubas.

 

La corrupción y los malos tratos de parte de las autoridades también eran constantes. Y es que desde que se fundó en 1719, el Tribunal de la Acordada contó con la aprobación del Real Acuerdo (órgano consultivo conformado por la Audiencia y el virrey) para gozar de amplias facultades a fin de combatir la inseguridad, ya que se le permitió aplicar penas corporales e incluso la muerte sin consultar previamente a la Sala del Crimen, como era lo común. Asimismo, el juez mayor fue autorizado para proceder contra cualquier tipo de delincuentes en poblados y despoblados, además de poder ejecutar procesos sumarios y aplicar sentencias, incluida la muerte, igualmente sin pasar antes por la Sala del Crimen. Con ello, la espada justiciera de la Acordada caería sobre los novohispanos para imponer el orden en el virreinato.

 

En abril de 1776 un fuerte terremoto azotó Ciudad de México y con él también se fue el primer edificio de la Acordada. La sede del tribunal y la cárcel fueron prácticamente reconstruidas y el nuevo inmueble se inauguró un lustro más tarde, en enero de 1781. Sin embargo, la institución no duraría por mucho tiempo más, pues fue clausurada en mayo de 1813, como consecuencia de la promulgación, un año antes, de la Constitución de Cádiz en España.

 

En el México independiente, el edificio albergó a la principal prisión del país, que fue conocida como la “ex-Acordada”, y así llegó hasta enero de 1863, cuando los reos fueron trasladados a la cárcel de Belén, instalada en lo que fuera el colegio para mujeres de San Miguel de las Mochas, que tuvo que ser adecuado para alojar a la nueva institución.

 

Pese a ello, la cárcel de la Acordada mantuvo en buena medida sus funciones como centro de reclusión, a pesar de que en ese mismo 1863 se anunció en la prensa que habían iniciado los trabajos de demolición del edificio, así como las labores para abrir la calzada que reemplazaría al callejón de la ex-Acordada, es decir, la que más tarde sería Balderas. Al parecer, la falta de recursos y la invasión francesa impidieron la culminación de las obras, aparte de que el inmueble fue ocupado como cuartel de la gendarmería y prisión durante el Segundo Imperio, periodo en el cual también se acusó que en sus separos se encerraba a los periodistas opositores al gobierno de Maximiliano.

 

Lo cierto es que, en esos años, ni la Ex-Acordada ni Belén eran suficientes para albergar a los presos, además de que en ambas prevalecían las graves condiciones de insalubridad. Si un día los reos eran sacados del otrora colegio de San Miguel para evitar aglomeraciones o un “conato de evasión”, al otro se evidenciaban las malas prácticas de higiene de la Acordada (más “un lugar de tormento que una cárcel”) debido a una epidemia de tifus que obligaba a llevar a decenas de cautivos a los hospitales cercanos, o trasladar a otros a Belén para evitar más enfermedades. En suma, un círculo vicioso.

 

Con la restauración de la República, en enero de 1868 el ayuntamiento de Ciudad de México aprobó el traslado completo y definitivo de los presos de la ex-Acordada a la cárcel de Belén, aunque el inmueble se siguió usando para alojar un cuartel y luego una inspección de la policía local. Cinco años más tarde, cuando se planeaba abrir la avenida Juárez y darle lustre a la zona, ya se anunciaba que el edificio novohispano sería rematado por el gobierno.

 

En 1879, se dio la autorización para que el ayuntamiento enajenara el antiguo recinto, que ya presentaba un estado ruinoso en algunos de sus espacios, con la condición de que los recursos obtenidos se destinaran a obras de mejoras y para dar mayor capacidad a la cárcel de Belén. Desde ese momento se alzaron las acusaciones contra funcionarios del gobierno local por supuestamente hacer negocio con el edificio, así como las críticas hacia los especuladores –y las autoridades que los secundaban– que ya se estaban frotando las manos para obtener una propiedad en una zona de la ciudad que cada vez adquiría mayor plusvalía.

 

El precio de la antigua cárcel de la Acordada fue calculado en casi 90 000 pesos, por lo que era uno de los inmuebles más valiosos del ayuntamiento de Ciudad de México, solo después del mercado del Volador, el Palacio Municipal y la prisión de Belén. Sin embargo, al pretender venderlo, resultó que desde 1863 estaba hipotecado a don Antonio Escandón, debido a una deuda que el gobierno local tenía con él por el suministro de carne a hospitales de la ciudad. Tras saldar una parte del adeudo y negociar otra, finalmente en 1881 fue fraccionado en lotes y puesto en venta. Después de eso, lo más seguro es que el edificio de mampostería fuera derruido y su historia quedara enterrada entre el polvo que pronto se llevaría el viento de la nueva urbe que surgía de los escombros.

 

 

Esta publicación es un extracto del artículo "Balderas" del autor Ricardo Cruz García que se publicó en Relatos e Historias en México número 128.