Crónica de la Primera Guerra Mundial

La catástrofe europea de 1914 a 1918
Gerardo Díaz Flores

 

La etapa anterior a la Primera Guerra Mundial fue conocida como Paz Armada. En ella, las potencias europeas impusieron el servicio militar obligatorio y mucha población fue adiestrada en el uso de las armas para la eventual defensa de la patria.

 

 

El 28 de junio de 1914 es una fecha prácticamente consensuada para indicar el inicio de la llamada Gran Guerra y rebautizada luego como Primera Guerra Mundial. El hecho de que el asesinato de un personaje como el archiduque Francisco Fernando de Austria pudiera desencadenar tal catástrofe era inaudito, pero fue utilizado como un motivo que llevó a Europa, con sus débiles cálculos de política exterior, a hacerse pedazos.

 

El uso de las armas para imponer la política exterior no era nada extraño en la época. Solo en la transición del siglo XIX al XX se produjeron varios conflictos bélicos internacionales que acapararon los debates en los cafés y periódicos. Entre ellos, y mencionando muy pocos, estuvieron las guerras de Crimea (1854-1856), la francoprusiana (1870-1871), la ruso-turca (1877-1878) y la ruso-japonesa (1904 y 1905). Lo que también resultaba cada vez más evidente era el alza exponencial en el número de vidas humanas perdidas.

 

La guerra moderna

 

Lo anterior es explicable si se considera el avance tecnológico alcanzado tras la Revolución industrial iniciada en el siglo anterior. Las invenciones en tiempo de paz eran maravillosas, como en el caso del transporte y las comunicaciones, pero empleadas en el uso de la violencia resultaban terribles. Tan solo los trenes, barcos, tanques, aviones y otros vehículos contribuían a enviar en pocos días miles de tropas a frentes de batalla que en otros siglos tomaría meses o simplemente no se hubiera logrado.

 

Otro factor que acrecentó las pérdidas fueron las doctrinas militares adoptadas. Alemania comenzó a entender la guerra a través de un excombatiente prusiano en las campañas napoleónicas: Karl von Clausewitz. Él argumentó en su principal obra, llamada De la guerra (1832), haber descubierto la esencia misma de esta junto a las leyes sociales para dominarla y alcanzar la victoria. Para Clausewitz, la guerra era el último instrumento político para imponer la voluntad al adversario y este propósito solo podía cumplirse desplegando al máximo toda la fuerza que un Estado fuera capaz de usar para desarmar o destruir al enemigo y someterlo. En este sentido, la meta era conseguir un encuentro o batalla decisiva que lograra aplastar la fuerza bélica del otro.

 

Y en efecto, la Guerra franco-prusiana pareció darle la razón. En ella, el uso masivo de hombres adiestrados en el nuevo servicio militar obligatorio venció en pocas semanas al ejército regular francés, consolidando la política prusiana que llevó a la unificación alemana. Tras esta lección, el servicio militar obligatorio sería instituido en toda Europa y aceptado por las sociedades adoctrinadas mediante discursos nacionalistas. Con ejércitos masivos compuestos de adultos sanos y leales a la patria se podría vencer a cualquier enemigo.

 

El imperialismo

 

Lo antes dicho aclara, en parte, la enorme mortandad provocada por la guerra. Otro elemento de la explicación puede encontrarse en los objetivos imperialistas europeos. Con la fusión de política y economía, la rivalidad por el crecimiento y la competitividad entre los imperios fue llevada al extremo. Ya no había fronteras naturales para las empresas de las potencias; únicamente se buscaba la expansión. Una política local de buen vecino ya no bastaba y Alemania competía cada vez más con Gran Bretaña por el liderato de la hegemonía mundial, resultado de su fuerte industrialización.

 

Ciertamente, ningún bando deseaba la guerra. Había muchos elementos disuasivos al respecto, aunque tampoco se consideró imposible. Para 1914, Alemania tenía la sensación de estar bloqueada por sus vecinos en su contacto con el resto del mundo. A la alianza franco-rusa de 1894 prosiguió la buena disposición de Gran Bretaña para limar históricas asperezas con Francia mediante la firma de la Entente Cordiale (Entendimiento Cordial) de 1904, un trato con el que regularizó sus conflictos de política exterior y que repetiría en 1907 con el Imperio ruso. En adelante, la alianza que reunía esta coalición franco-rusa, la franco-británica y el acuerdo ruso-británico sería conocido como la Triple Entente.

 

Una vieja monarquía

 

Por su parte, Austria-Hungría veía enemigos en casi todas sus fronteras debido a su rara composición, pues básicamente estaba unificada gracias a la figura del ya viejo emperador Francisco José de Habsburgo. La herencia sanguínea de complejas alianzas políticomatrimoniales lo hizo gobernante de un enorme territorio con numerosos grupos étnicos: dentro del imperio, ninguna lengua se acercaba a representar el cincuenta por ciento de la población. El monarca dirigía la política exterior, el ejército y la armada imperial, pero tanto la región de Austria como la de Hungría tenían distintos parlamentos con sus correspondientes ministros.

 

En esta circunstancia fue asesinado Francisco Fernando, el heredero del imperio, por el joven nacionalista serbiobosnio Gavrilo Princip. El acto desencadenó los peores temores sobre un movimiento separatista fomentado desde el exterior, por lo que Austria-Hungría exigió a Serbia una serie de condiciones destinadas a servir a la monarquía de los Habsburgo, las cuales fueron irrealizables de acuerdo con los principios de la soberanía serbia.

 

La tensión en las relaciones diplomáticas estaba llegando a su límite y, cuando los serbios recibieron el apoyo oficial de Rusia, Alemania no dudó en desempolvar a Clausewitz y prometer su apoyo militar a Austria-Hungría en caso de una agresión rusa. Aquí fue cuando la política exterior se les escapó finalmente de las manos.

 

Inicia la guerra

 

El 28 de julio de 1914 los austriacos se movilizaron hacia Serbia. Al hacer lo propio el ejército ruso, Alemania le declaró la guerra el 1 de agosto y el día 3 a Francia, en vista de su pacto con Rusia.

 

La movilización fue espectacular. Las líneas ferroviarias de los beligerantes se llenaron de miles de vagones con soldados y pertrechos de guerra. La caballería, que no se resignaba a morir como una fuerza útil de combate, practicaba constantes ejercicios de reconocimiento en el frente, apegados a una serie de lineamientos a seguir en caso de que la guerra se desatara. En esencia eran ofensivos y contemplaban variantes adecuadas contra el enemigo para, siguiendo la mentalidad de Clausewitz, someterlo mediante encuentros decisivos.

 

En el caso alemán, el llamado Plan Schlieffen fue el documento preparado por la oficialidad en caso de guerra con Rusia o Francia, o con los dos a la vez. Allí se indicaba que el principal ataque debía ser contra los galos, dejando al imperio zarista en segundo término. Además, utilizarían el territorio de Bélgica para la ruta del principal cuerpo de ejército, a pesar de que esto conllevara a una guerra con Gran Bretaña debido a su compromiso de defender la soberanía de dicha nación. El plan funcionó en primera instancia. El ejército belga no pudo hacer nada contra el pesado armamento alemán. Por su parte, el frente con el ejército francés se mantuvo sin compromiso.

 

La nación gala utilizó el Plan XVII, en el que el general Joseph Joffre decidió emplear la ofensiva directa sobre Alemania para asestar un golpe de autoridad. El resultado fue desastroso, pues del 20 al 24 de agosto ya habían caído cerca de 75 000 hombres y el ala derecha alemana había sobrepasado sorpresivamente Bélgica, entrando así a territorio francés. El ataque había fracasado y tuvieron que pasar a la defensiva.

 

Guerra de posiciones

 

En estos escasos dos meses de una guerra que duró más de cuatro años prácticamente se decidió el espíritu de la contienda. Este fue el fracaso táctico de todos los ejércitos. Los alemanes, una vez sobrepasadas sus líneas de comunicación estables, descubrieron que la marcha en territorio enemigo era muy diferente: lenta, con armamento demasiado pesado y una enorme caballería que, al igual que la tropa, debía ser alimentada y servía de poco. A pesar de ello, su ejército avanzó e incluso, sobrado de confianza, su alto mando envió dos divisiones hacia el frente ruso.

 

En las proximidades del río Marne de París, en un frente de más de cien kilómetros, finalmente su paso se detuvo. Con la idea de aplastar al enemigo, ambos ejércitos contendieron en una lucha de artillería con pocas variantes. Hubo cañonazos y cientos de miles de municiones a tierra de nadie; acercamiento de las tropas y una barrida completa de ellas por medio de ametralladoras. Las limitaciones de municiones y el problema de reabastecimiento llevaron a un abandono de la ofensiva entre el 8 y el 9 de septiembre. Con todo, en estos pocos días, alemanes, franceses y británicos perdieron en total un aproximado de ¡medio millón de hombres! Se inició entonces la llamada carrera hacia el mar, que fue el atrincheramiento desde Suiza hasta el canal de la Mancha, situación que apenas variaría hasta el final de la guerra.

 

En este contexto, la guerra esencialmente europea entre la Triple Entente, constituida por Francia, Gran Bretaña y Rusia, y las llamadas Potencias Centrales, con Alemania y Austria-Hungría, pronto requirió de aliados internacionales. Serbia y Bélgica fueron los primeros en incorporarse a los Aliados luego de ser invadidos al inicio de las hostilidades, mientras que Turquía y Bulgaria se decidieron por las Potencias Centrales. La Triple Entente se convirtió en una tremenda coalición en la cual participaron los miembros de la mancomunidad británica, Italia, Grecia y Portugal. En Asia, Japón aceptó unirse a ella para poder ocupar las posesiones alemanas. Y en América, Estados Unidos no se limitó al apoyo, sino que terminó por enviar a lo mejor de su ejército, que sería determinante para el triunfo de los Aliados.

 

El fin de la guerra y la nueva geopolítica

 

Alemania, a pesar de la carga que suponía la alianza con Austria, alcanzó la victoria total en el este del Viejo Continente, consiguió que Rusia abandonara las hostilidades, la empujó hacia una revolución y le hizo renunciar a una gran parte de sus territorios europeos entre 1917-1918. Poco después de haber impuesto a Rusia unas duras condiciones de paz en el Tratado de Brest-Litovsk (marzo de 1918), el ejército alemán se vio con las manos libres para concentrarse en el oeste y así consiguió romper el frente occidental y avanzar de nuevo sobre París. Sin embargo, era el último intento de una Alemania exhausta que se sabía al borde de la derrota. Cuando los Aliados comenzaron a avanzar en el verano de 1918, la conclusión de la guerra fue solo cuestión de unas pocas semanas. Las Potencias Centrales no solo admitieron la derrota, sino que se derrumbaron.

 

Tras la derrotada alemana y la desaparición de los imperios ruso, austrohúngaro y otomano, se reestructuró el mapa europeo: se creó Finlandia y las repúblicas bálticas Estonia, Letonia y Lituania. Polonia recuperó su condición de estado independiente. Rumania duplicó su territorio.

 

Serbia se fusionó con Eslovenia, Croacia y Montenegro, lo que más tarde daría lugar a Yugoslavia. Se constituyó Checoslovaquia con territorios checos, eslovacos y rutenios. Finalmente, Austria y Hungría se separaron y se vieron mermados en su territorio.

 

De esta forma, la Primera Guerra Mundial dejaba millones de muertos, una nueva geografía europea, crisis humanitaria y económica brutales, así como la sensación de que esta catástrofe no podría repetirse nunca. Por supuesto, pocos imaginaban que también había dado como resultado el caldo de cultivo bélico que apenas permitiría poco más de dos décadas de paz y que daría pie a la Segunda Guerra Mundial.

 

 

Esta publicación solo es un extracto del artículo "Primera Guerra Mundial. Crónica de la catástrofe europea de 1914 a 1918" del autor Gerardo Díaz Flores que se publicó en Relatos e Historias en México número 124. Cómprala aquí