¿Cómo eran los antiguos cafés y por qué eran tan importantes en el México decimonónico?

Espacios de encuentro político y social en el siglo XIX

Guadalupe Lozada León

 

Tal vez hoy muchos piensen que las discusiones de todo tipo que se dan en las redes sociales son algo totalmente novedoso, producto del siglo XXI y avance indiscutible de los tiempos presentes. Sin embargo, cuando menos en México, la cosa no es así.

 

Ya desde principios del XIX se vivía una situación muy similar en los cafés, mismos que se “afrancesaron” durante el Porfiriato, perdiendo las características que los habían distinguido durante aquel convulso siglo en que las conspiraciones, los “pronunciamientos”, las guerras civiles y, más aún, las invasiones extranjeras, se sucedieron casi a diario, llenando la vida de los habitantes de intensas emociones de todo tipo.

 

Clubes políticos y centros de conspiración

 

En palabras de Clementina Díaz y de Ovando, en su obra Los cafés en México en el siglo XIX, “los cafés eran clubes políticos, centros de conspiración, de espionajes, refugio de cesantes, vagos, empleados, jugadores, caballeros de industria, asilo de políticos, periodistas, militares, literatos, cómicos, niños de casa rica, dueños de haciendas…”.

 

Según Salvador Novo, en su obra Cocina mexicana. Historia gastronómica de la Ciudad de México, el primer café mexicano surgió a finales del siglo XVIII en la esquina de Tacuba y Empedradillo, hoy Monte de Piedad, en la capital del país; ahí, los camareros se paraban en la puerta para invitar a los transeúntes a pasar a tomar café al “estilo de Francia”, es decir, con leche y azúcar.

 

Hay quien llega a afirmar que hasta ese sitio llegó cierta vez el cura insurgente Miguel Hidalgo y Costilla, para participar en alguna reunión secreta en contra de la dominación española, situación muy probable tomando en cuenta lo que al respecto comenta Luis González Obregón en su libro La vida en México en 1810, donde asegura que ya para ese año había cafés tanto en los Portales, de la Plaza Mayor, como en los barrios más apartados, que no pasaban entonces de la Alameda, Tepito, La Merced y Soledad, y Niño Perdido. También afirma que los políticos se reunían para componer el mundo al tiempo que leían diarios y gacetas en voz alta, “a veces en tono destemplado, cuando los criollos imprudentes defendían ideas de independencia que ya no se ocultaban, o cuando exaltados ‘chaquetas’ o realistas hacían panegíricos hiperbólicos del rey Fernando VII”.

 

Sin embargo, al igual que podría suceder hoy día, había un personaje que despertaba las pasiones al máximo: el emperador francés Napoleón Bonaparte, a cuyo hermano José colocó en el trono español después de haber conquistado la península. “No había poeta ramplón –relata González Obregón– que no le disparase un soneto injurioso o un epigrama sucio; no había predicador que en los púlpitos no los presentara como entes diabólicos vomitados por el infierno y como modelos de impiedad satánica; no había periodista o gacetero que no los llamase crueles tiranos ambiciosos”.

 

Esos odios al interior de los cafés no pasaban de disputas “más o menos acaloradas”, pero hubo un odio mayor no apagado y sí “avivado por las autoridades imprudentes o por peninsulares orgullosos” que hizo explosión en 1810; esto es, el que se comenzó a sentir hacia los tiranos y ambiciosos que, para los criollos, mestizos y demás castas, estaba representado por el trono peninsular, sin importar quién estuviera ahí sentado.

 

Malas costumbres y primeros cafés

 

La costumbre de leer los periódicos en voz alta o no, hicieron de los cafés los sitios preferidos de quienes vagaban por las calles sin oficio ni beneficio y solían entrar al café para apoderarse de los diarios sin dejar a nadie más que los leyera. A tanto llegó esa mala costumbre que El Sol del 5 de marzo de 1832 publicó el comunicado de un lector en el que, entre otras cosas, sentenciaba: “Concurren a los cafés algunos individuos tan poco cultos, necios o malcriados que luego que llegan se apoderan de los periódicos como si los hubieran de leer todos a un tiempo, privando a otros de que ínter ellos leen uno puedan hacerlo con otro […] los periódicos se ponen en los cafés para que los lean todos los que quieran y no exclusivamente para alguno o algunos y es mucha descortesía coger dos o tres a un tiempo, privando así a otros concurrentes que tienen igualmente el derecho de leer y pasar el rato”.

 

De acuerdo de nuevo con Salvador Novo, los primeros cafés de aquella Ciudad de México virreinal fueron el ya citado de Manrique en la esquina de Tacuba y Empedradillo; el del Cazador, en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros, hoy Madero; y el del Sur, en la esquina del Portal de Agustinos y la calle del Refugio, hoy Plaza de la Constitución y 16 de Septiembre. Más tarde, a lo largo del siglo XIX, surgirán otros, como el del Progreso –primero conocido como Veroly–, el del Águila de Oro, La Gran Sociedad y el de la Bella Unión, que también dejarán su huella.

 

Rebeliones e invasiones

 

No hay que olvidar la época que se vivía en el país, que estaba lleno de levantamientos y pronunciamientos de todo tipo que dieron origen a varias guerras civiles. Fue, según varios cronistas, en el café La Bella Unión, en la esquina de Palma y el Refugio, hoy 16 de Septiembre, donde se fraguó la rebelión de los polkos en febrero de 1847, cuando un grupo de militares y jóvenes que bailaban polkas –el baile del momento– se levantó en contra de la medidas tomadas por Valentín Gómez Farías, presidente en funciones, para conseguir recursos del clero a fin de avituallar a los ejércitos mexicanos que, comandados por Santa Anna, trataban de hacer frente a la invasión estadounidense en el norte de la República. Esa rebelión, aunque fue derrotada en las batallas callejeras, logró sus fines, ya que Santa Anna regresó a la capital y fue nombrado presidente, cargo que abandonó para continuar al frente de esos ejércitos que no pudieron detener el avance de los norteamericanos.

 

Durante la ocupación de Ciudad de México por el invasor quedó de manifiesto que las disputas populares que se daban a diario ocasionaron la falta de apoyo al gobierno desde el inicio de la guerra. Tarde se dieron cuenta de su error. Un periódico, sin embargo, reconoció que la falta de unidad y las disputas internas habían ocasionado la terrible situación que se vivía, porque no hay que olvidar que, desde la prensa, que se leía a gritos o en privado en todos los cafés, se avivaban las diferentes posturas.

 

Así, El Monitor Republicano del 6 de octubre de 1847, cuando la ciudad ya estaba ocupada, se lamentaba con comentarios como éste: “El que está decidido por la guerra, llama traidor al que lo está por la paz. El que es partidario de ésta, llama exaltado y necio al que lo es por la guerra […] Bien conocemos que a unos individuos, si sólo ponen la mira en la paz o en la guerra con relación a su interés personal, convendrá la una de ellas; pero no es ésta la ocasión de dirigirnos por intereses privados; los de la patria deben sobreponerse a todos”.

 

Cafés para todos

 

Evidentemente, a la salida de los estadounidenses, después de la firma de los tratados de paz en 1848, las discordias no cesaron, sino que se incrementaron. Los diarios avivaban, en palabras de Guillermo Prieto, “las mal atizadas chispas que sobrevivían a la destrucción del incendio”. De hecho, en las redacciones se agazapaban quienes defendían una postura u otra. Desde ahí lanzaban injurias y a veces falsedades que motivaban a sus lectores a arremeter contra quienes pensaban diferente.

 

Y cómo no se iban a dar estas situaciones si los cafés eran el punto de reunión y diversión y pleito por excelencia. Según Prieto, en sus Memorias de mis tiempos, el Café del Sur “formaba, como la crema, la sinopsis y la exposición perpetua de lo que había de mejor y granado de nuestra sociedad”. Tanto él como otros cronistas describen al lugar como sencillo, es decir, sin ninguna pretensión de lujo. Con multitud de detalles como era su costumbre, Prieto narra que las mesas eran de “palo ordinario, pintadas de pardo, con su cubierta de hule con tachuelas de latón y sus sillas de tule alrededor, de las entonces llamadas de peras y manzanas”. Evidentemente, la concurrencia iba acorde con el lugar: “militares retirados, tahúres en asueto, vagos consuetudinarios, abogados sin bufete, politiqueros sin ocupación, clérigos mundanos y residuos de covachuelas, sacristías, garitos y juzgados civiles y criminales”.

 

Además, como en todos los cafés, se podía ver a los tertulianos de siempre que se reunían según sus gustos militares, literarios o políticos, o bien a aquellos que se entretenían con la crónica escandalosa o los relatos de los ancianos que hacían apología de su tiempo, mientras refrescaban su memoria con “tragos de catalán puro”. Había también a quienes llamaban “gente de trueno”, es decir, los que hablaban de personajes de la vida cotidiana –como tahúres, actores, bailarinas, toreros, músicos o cantantes– y que después de acaloradas discusiones “se voceaba en son de guerra; se daban palmadas en la mesa y de vez en cuando volaba una charola o una silla sobre la cabeza de los interlocutores”.

 

La Gran Sociedad, en la esquina de Espíritu Santo y Coliseo, hoy 16 de Septiembre e Isabel la Católica, cuyo sitio hoy ocupa el edificio Boker, lugar de cita de la gente “acomodada”, tenía la característica de ser café, billar, nevería y hotel. Ahí se alojaban muchos de los viajeros que llegaban a la capital y los congresistas de provincia que necesitaban un espacio para vivir, sobre todo porque, de acuerdo una vez más con Prieto, “ofrecía la particularidad de tener colchones, útil desconocido en mesones y posadas comunes”. Ya con esto se entiende muy bien por qué se hospedaba ahí el famoso diputado jalisciense Juan de Dios Cañedo, quien fue asesinado en su habitación el 28 de marzo de 1850, situación que causó gran revuelo en la sociedad capitalina, como ya se ha narrado en las páginas de esta revista (núm. 115, marzo de 2018).

 

El café Veroly, después llamado Sociedad del Progreso, en la esquina de 16 de Septiembre y Bolívar, era el más elegante del medio siglo al contar con un patio cubierto de cristales. En la barra, el cantinero con gorra de terciopelo rojo atendía, al frente de un gran espejo, a los parroquianos, entre los que se encontraban los amantes del teatro, en virtud de que este establecimiento se encontraba junto al Teatro Principal –al que se comunicaba directamente a través de una puerta– y a una cuadra del Teatro Nacional. Las elegantes mesas eran de mármol montadas sobre tripiés de metal.

 

Lo llamativo, y tal vez extraño, dada la elegancia del lugar que, por lo que se ha visto, todavía no llegaba a la refinada aristocracia porfiriana, es que entre la concurrencia, según cuenta García Cubas, había grupos de rancheros con sus sombreros de palma y sus cotonas de gamuza, “y ellas de trenzas sueltas y con sus rebozos de bolita”. A diferencia de lo que se veía en otros cafés, en éste se reunían también familias cuyos hijos disfrutaban de los helados que eran la especialidad del lugar. Sin embargo, no podían faltar los individuos que se agazapaban en algún rincón para gozar de la lectura de los periódicos, mientras por otro se reunían grupos de jugadores de ajedrez o de cartas. “En la tarde –comenta Prieto–, militares y empleados ociosos, vejetes, calaveras, niños finos y polluelos pretenciosos se envolvían en una atmósfera de humo de tabaco y formaban grupos en las mesas ya de disputadores políticos, ya de obscenos oficiales que escupían por el colmillo y daban alas a la crónica escandalosa”.

 

 

Esta publicación sólo es un extracto del artículo "Los antiguos cafés" de la autora Guadalupe Lozada León que se publicó en Relatos e Historias en México número 124. Cómprala aquí