“Es un delito ser mujer y tener talento”, sentenció María Izquierdo, la pintora que enfrentó a los muralistas

Aura García de la Cruz

Una nube negra se cernió sobre María Izquierdo en octubre de 1945, pero ella demostró su carácter cuando el jefe del Departamento del Distrito Federal, Javier Rojo Gómez, canceló el contrato que había firmado meses atrás con la jalisciense para que pintara un mural en el cubo de la escalera principal del antiguo Palacio del Ayuntamiento, corazón político de la moderna y pujante capital del país.

 

El hecho trascendió a los periódicos y se habló durante meses: Izquierdo iba a ser la primera mujer en llevar su pincel hasta las paredes de un edificio de gobierno de tal relevancia, como lo habían hecho en otros muros Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, “los tres grandes” del muralismo; sin embargo, a pocos meses de que terminara el plazo fijado para la realización de la obra (diciembre de 1945) y sin mediar explicación, el funcionario le notificó que no podía pintar ahí. En compensación le ofrecía los muros de cualquier escuela o mercado, espacios con menor carga política.

 

La respuesta de Izquierdo fue rotunda: si no era ahí, no pintaría en otro lugar. Con esta postura la pintora trataba, como lo había hecho ya antes, de definir su papel en el mercado del arte en México, defender su reputación y la calidad de su trabajo frente a quienes la desprestigiaban.

 

En febrero de 1945, cuando firmó el contrato con Rojo Gómez, María Cenobia Izquierdo Gutiérrez había llegado a un punto decisivo en su trayectoria artística, forjada desde finales de los años veinte: por fin ingresaría a la gloriosa lista de los muralistas mexicanos, quienes conformaban un movimiento que colocaba a nuestro país como punta de lanza en el ámbito artístico internacional.

 

El progreso de México

 

Además del prestigio que disfrutaba la plástica nacional, en los años cuarenta el país comenzaba una época de apogeo económico, el llamado Milagro mexicano, y entraba a la modernidad con una clase media estable y una capital industriosa. Entre electrodomésticos, automóviles y tiendas departamentales, era una década de ídolos y estereotipos en el cine y la música, donde destacaban figuras como Dolores del Río y Agustín Lara. En esa bulliciosa capital, María Izquierdo luchaba por colocarse como una artista de renombre y su ingreso al muralismo era la confirmación del nivel de su talento: una artista internacional.

 

Con una serie de pinturas al fresco, proyecto llamado por algunos periodistas “El progreso de México”, la jalisciense iba a elogiar al gobierno posrevolucionario. Por lo menos así lo indican los bocetos que realizó para la obra, como la imagen dual que compara pasado y presente del país, separados por un relieve que todavía se encuentra en las escaleras del Palacio del Ayuntamiento y dice: “Gobernar a la ciudad es servirla”. Dichas representaciones tenían como símbolos fundadores a un indígena para la antigüedad prehispánica y a un hombre que porta una carabina y manipula una máquina, la fusión de un obrero y un revolucionario, para el México del siglo XX, además de que mostraba una sociedad marcada por sus avances tecnológicos y en la cual la mujer desempeña un papel principal.

 

La cancelación del proyecto

 

Faltan huecos por cubrir en torno a este episodio, aunque según la pintora, fueron los principales muralistas quienes en una junta secreta recomendaron al regente de la capital reconsiderar su decisión. Ella insinuó que había sido víctima de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y su monopolio del arte, el cual se volvió oficial en 1947, cuando se creó la Comisión de la Pintura Mural y ellos asumieron el papel de jueces.

 

Al final, solo Siqueiros aceptó públicamente que había dado su opinión sobre el asunto, aunque no aclaró su postura. Rivera, que al principio de la carrera de Izquierdo la apoyó con sus elogios, esta vez no habló en su favor.

 

Después del escándalo que la cancelación de dicho proyecto ocasionó en el círculo artístico capitalino, algunos personajes de la cultura declararon su apoyo a Izquierdo, como los artistas plásticos Antonio Ruiz –conocido como el Corcito–, Manuel Rodríguez Lozano y Fernando Leal. Por otra parte, la falta de pericia de la pintora fue un tema en los periódicos.

 

Después de este trago amargo, María no pintó en algún otro muro y ningún otro artista trabajó en el cubo de la escalera monumental del Palacio del Ayuntamiento que hasta la actualidad permanece vacío, pero no en silencio, pues todavía murmura, para quienes conocen su historia, la importancia de la pintora en el escenario de las artes del país durante la primera mitad del siglo XX.

 

Una mujer frente al mercado del arte

 

María Izquierdo arribó a la Ciudad de México alrededor de 1923, con tres hijos y casada. En 1928 ingresó a la Academia de San Carlos y ahí comenzó su carrera, cuando Diego Rivera era el director.

 

A su llegada se organizó una exposición con los trabajos del alumnado. Según Margarita Nelken, crítica de arte española que residió en México, cuando el muralista vio la obra, despreció todo menos los cuadros de Izquierdo, ante los cuales expresó: “Esto es lo único”, reconociendo su valía.

 

Después de este episodio, Rivera elogió la primera exposición individual de María, en 1929, lo cual funcionó como un impulso. Ese año, Izquierdo abandona la Academia de San Carlos y comienza a exponer en el país y en el extranjero, al tiempo que inicia una relación sentimental con Rufino Tamayo, la cual duraría cerca de cuatro años.

 

Si las palabras son actos, la vida de Izquierdo fue como un discurso en el que tuvieron cabida voces ajenas que pesaron mucho e influyeron en la construcción de su imagen ante el público y, en cierto grado, en ella misma y en lo que decidió exponer de sí como figura pública.

 

A principios de los treinta se interesaron por la pintora algunos escritores del grupo de los Contemporáneos, como Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, José Gorostiza y Carlos Pellicer, quienes publicaban en la revista de vanguardia homónima y desde un discurso poético defendían el uso del color y las imágenes de María. Luego, en 1938, destacó la opinión de Rafael Solana, quien la enmarcaba como surrealista.

 

 

Esta publicación es sólo un fragmento del artículo "María Izquierdo, la pintora que se enfrentó a los muralistas" de la autora Aura García de la Cruz, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 105.