Los caminos libertarios del 68

Rosa Albina Garavito Elías

Para nacer hay que romper un mundo, decía Hermann Hesse. El movimiento estudiantil rompió el cascarón del viejo mundo de la posguerra, el mundo heredado de sus padres. ¿Cómo fue que aquellos estudiantes se atrevieron a enfrentar al régimen de partido de Estado que existía en México, tan autoritario y represivo como el de la URSS y tan anticomunista como el de Estados Unidos? ¿Cómo fue que se atrevieron a desafiar la autoridad patriarcal que cohesionaba a las familias y a la sociedad? Con el tiempo, aquel ímpetu libertario se socializó hasta volverse trivial. Hoy parece nimio, pero la imperfecta libertad que vivimos fue una gran conquista, además de muy cara. Antes no era imperfecta, simplemente no existía.

 

Con el Movimiento estudiantil de 1968 se esfumaron los sueños del Milagro económico mexicano y la política de los gobernados tomó la calle y las plazas –luego de que a principios de siglo había tomado los campos– como el arte colectivo de transformar el país. Y para ese arte colectivo, la materia prima fue reconocerse en el otro, y en ese reconocerse darse cuenta colectivamente de lo lejos que se estaba del Estado opresor. Coincidencias que terminaron por asociar voluntades, por socializar inquietudes, demandas, banderas, exigencias. Entre más universales fueran esas demandas, más capacidad tendría el movimiento de concitar esa conjunción de voluntades, que para Estados autoritarios, como el mexicano, se calificaban como asociaciones delictuosas. No fue casual la respuesta de la tarde del 2 de octubre en Tlatelolco.

Parteaguas histórico

El 68 está hilvanado con esas asociaciones primigenias de las que el movimiento estuvo hecho: la del comedor, la de la propaganda, la del boteo, la de la seguridad. Y la más importante: la de pensar. La de plantear ideas y acuerdos –aun en medio del caos de las asambleas– nunca antes registrados y con la densidad social que el movimiento alcanzó. Como su pliego petitorio de seis puntos con demandas políticas, cuyas reivindicaciones ninguna democracia puede hacer de menos. O como el diálogo público con el gobierno, cuando el último diálogo público había sido en Querétaro con las armas en la mano para cocinar la Constitución de 1917. Lo que estaban inaugurando los estudiantes del 68 era un movimiento civilista, un movimiento ciudadano por la democracia.

1968 fue un parteaguas histórico. Porque fue ahí que asomó la cabeza el ciudadano con demandas universales, no sectoriales. Demandas políticas, no sociales: libertad –la más preciada–, disolución de cuerpos policiacos represivos y derogación del artículo relativo al delito de disolución social. Demandas políticas que se engancharon con la realidad de los líderes sindicales presos, Demetrio Vallejo y Valentín Campa. Demandas políticas que reforzaron movimientos territoriales como el de la Comuna de Topilejo, a la vuelta de la esquina de la capital del país. Demandas políticas, universales como la del diálogo público.

Queda claro el pánico en el que entró el aparato de Estado en su conjunto. Queda claro que aceptar la demanda de diálogo público habría desnudado al rey. Al régimen de partido de Estado que nada podía ofrecer que no fueran Olimpiadas y garrote. Al Estado que se había legitimado con la expropiación petrolera y el reparto agrario, con la creación de empleos estables y el crecimiento del salario real, con la política social; pero que tenía pendiente la cuenta de la democracia, del voto libre y secreto.

¿Cómo acceder a las demandas del movimiento sin poner en peligro la existencia de ese régimen autoritario? Imposible. Por eso no extraña que, apenas horas antes de la matanza en Tlatelolco, el gobierno haya iniciado los preparativos de un supuesto diálogo. Era necesario ganar tiempo mientras organizaban el golpe. Para entonces estaba claro que, o disolvían a balazos el movimiento, o poco quedaría de ese viejo régimen. Y entonces las Olimpiadas habrían sido el escaparate mundial del inicio del derrumbe, como lo fue la absurda Guerra de las Malvinas para la dictadura militar argentina en 1982.

La irreverencia frente al poder establecido fue la fiesta de la libertad. Al poder establecido también en las familias. Y ahí está la participación de las mujeres, antes impensable, y no solo en las tareas consideradas mujeriles. Por su antiautoritarismo fue que ese movimiento resultó tan temido, tan subversivo.

Romper un mundo

Para nacer hay que romper un mundo, decía Hermann Hesse. Eso sucedió en 1968. El Movimiento estudiantil rompió el cascarón del viejo mundo de la posguerra, del viejo mundo de sus padres. Del mundo que salió de los escombros de la muerte no podía resultar otra cosa que las ganas de conservar, de mantener, de vigilar, además de apalear todo lo que se percibiera como amenaza al orden establecido. Y la Guerra Fría la vistió de amenaza comunista. De ahí se colgó el Estado para reprimir a los jóvenes del 68, en México, en París, en Berkeley.

Pero ¿cómo fue que aquellos estudiantes se atrevieron a desafiar la autoridad patriarcal que cohesionaba a las familias y a la sociedad? ¿Cómo fue que se atrevieron a enfrentar al régimen de partido de Estado, tan autoritario y represivo como el de la URSS y tan anticomunista como el de EUA? Las múltiples fisuras del mundo de la posguerra contribuyeron a su incipiente pero enfática liberación: Vietnam y el movimiento pacifista; la Revolución cubana; el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos; el Mayo francés; la entrada de los tanques soviéticos a Praga para aplastar su “primavera”; el Chicago de la Convención Demócrata y sus batallas campales; las protestas estudiantiles en Berkeley. No cabía duda: el viejo mundo de la posguerra se caía a pedazos y el movimiento de 1968 era la expresión en México de ese derrumbe. De ahí su universalidad y su modernidad.

Los nuevos aires culturales que definieron la atmósfera de ese movimiento venían desde la década de los cincuenta, cuando llegaron las crinolinas y el rock and roll como acrobacia, el incomprendido James Dean de Rebelde sin causa y el frenesí de Elvis Presley. Después vendría en los sesenta la minifalda y la languidez de Twiggy, pero también el “pasón” de la Janis Joplin, los Doors, los Rolling Stones y la mota; igual que el cine de la Nueva ola con Truffaut a la cabeza. Quizá no se entendía todo el rock en inglés, pero este y la música latinoamericana desplazaron a los románticos boleros.

Con un pasado campesino menos inmediato que el de sus padres, la del 68 fue la primera generación plenamente urbanizada que vivió la educación y el acceso a los medios de comunicación como fenómenos de masas. Ello permitió percatarse de que el mundo era algo más que la anquilosada Revolución mexicana de los discursos oficiales. Que la lucha de los débiles estaba viva y era universal. Que si para nacer hay que romper un mundo, el heroico Vietnam estaba a la vuelta de la esquina, también Cuba y la gesta del Granma; mientras que los poemas de León Felipe recordaban la Guerra Civil española. Esos cambios se respiraban, estaban al alcance de la mano en los medios de comunicación masiva. La generación del 68 estuvo en la cresta de esa oleada de la globalización, en el inicio de la caída del ciclo expansivo del capitalismo mundial.

Inicio de la caída de ese ciclo expansivo, subrayo. Porque el 68 aún se alojó en las mieles del Desarrollo estabilizador. El salario real tenía catorce años de crecimiento sostenido y precisamente ese año recuperaba el máximo histórico que había registrado en 1940. Ser estudiante en 1968 era garantía de movilidad social y, cuando el futuro se visualiza ancho y prometedor, exigir lo imposible es lo menos que se puede demandar. Era el momento de las utopías. Muchos sueños se sembraron en ese movimiento. Después vino la masacre del 2 de octubre, pero esos sueños ya estaban alojados como resolana debajo de la piel; también la fiesta que el 68 fue.

 

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