Recuerdos del Zócalo: “Las fiestas del otro Centenario de la Independencia: la celebración del presidente Álvaro Obregón en 1921”

Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas

 

Con motivo de las celebraciones del Centenario de la consumación de la Independencia, en septiembre de 1921 Obregón acudió a la Catedral Metropolitana a rendir homenaje a la memoria de Agustín de Iturbide, en una ceremonia que más tarde provocaría que este personaje fuera proscrito del panteón nacional revolucionario.

 

 

Tras el asesinato del presidente Venustiano Carranza, Adolfo de la Huerta fue nombrado mandatario provisional en junio de 1920. Las siguientes elecciones se efectuaron el 5 de septiembre y el general Álvaro Obregón fue reconocido como presidente para el periodo del 1º de diciembre de 1920 al 30 de noviembre de 1924. Nos dice José Vasconcelos, secretario de Educación Pública en su gobierno, que él era un “tipo de criollo de ascendencia española”, “militar nato” y “el mejor soldado en México”:

 

Los primeros años de su gobierno determinaron progreso notorio de todas las actividades del país. […] En general […] el gobierno fue decente. […] Las escuelas de la época de Obregón, el Ministerio de Educación […], son el orgullo de aquella administración y también del movimiento revolucionario entero, que no tiene obra constructiva comparable a la indicada.

 

El gobierno del caudillo

 

La presidencia de Obregón estuvo marcada por conflictos y presiones, al interior y al exterior del país. La búsqueda del reconocimiento de Estados Unidos, los problemas con los altos dignatarios de la Iglesia católica y la sumisión forzosa de bandos y facciones armadas que habían luchado durante las etapas revolucionarias anteriores, se resolvieron de diversas formas. En el campo diplomático, por ejemplo, mediante la negociación y, sobre todo, las gestiones en torno a las garantías que exigían los Estados Unidos respecto a las propiedades de sus ciudadanos en México y, muy particularmente, en torno a la posesión y explotación de los recursos petrolíferos.

 

En el interior del país se recurrió a la fuerza, al asesinato incluso, así como a la creación y apoyo a partidos políticos sometidos a líderes cercanos a la figura del presidente. El soborno y la compra de voluntades y acciones fueron una práctica generalizada (no en vano la famosa frase del “cañonazo de cincuenta mil pesos” atribuida a Obregón).

 

Las relaciones con la alta jerarquía eclesiástica habían entrado en una fase de descomposición y conflictos que estallarían más adelante en rebeliones armadas y que, incluso, serían uno de los factores que se verían involucrados en el asesinato de Obregón siete años más tarde. En 1923, el delegado apostólico Ernesto Filippi sería expulsado de México por violar la Constitución respecto a la prohibición del culto público, durante la ceremonia celebrada con motivo del inicio de las obras de construcción del Cristo del Cubilete en Silao, en el estado de Guanajuato. Ante las protestas de los prelados, el presidente señaló:

 

La religión católica exige a sus ministros nutrir y orientar el espíritu de sus creyentes. La Revolución que acaba de pasar exige al Gobierno de ella emanado nutrir el estómago, el cerebro y el espíritu de todos y cada uno de los mexicanos, y no hay en este otro aspecto básico de ambos programas nada excluyente y sí una armonía indiscutible [...] Yo invito a ustedes [los prelados], con la sinceridad que caracteriza a los hombres de la Revolución, y los exhorto para que, en bien de la humanidad, no desvirtúen ni entorpezcan el desarrollo del programa esencialmente cristiano y esencialmente humanitario, por lo tanto, que el Gobierno surgido de la Revolución pretende desarrollar en nuestro país.

 

El otro Centenario

 

Podemos ver en estas celebraciones una afirmación de estabilidad política, una mano tendida a diferentes naciones, en la búsqueda de reconocimiento internacional y, seguramente, una exaltación del protagonismo del nuevo “hombre fuerte”. Obregón vio la oportunidad de afirmar su poder al organizar una serie de festejos populares que permitieran a la población olvidar los problemas y carencias del régimen, al tiempo que celebraba los primeros años de relativa calma y paz política desde el estallido de la revolución en 1910.

 

Apenas habían transcurrido nueve meses desde que Obregón asumiera el cargo, cuando decidió sumarse a las iniciativas de varios periódicos nacionales que habían propuesto celebrar bailes o fiestas en conmemoración del suceso histórico. Con su habilidad característica, el presidente no solo les tomó la palabra sino la delantera: a pesar del cariz conservador de la figura de Iturbide, sumó al Centenario que había festejado Porfirio Díaz una nueva versión que daría a estas celebraciones un tono más popular, además de que expondría programas y logros del gobierno, concretamente en los campos de la salud, la higiene y el cuidado de la niñez mexicana.

 

En un principio, los hombres cercanos a Obregón no entendieron ni vieron con buenos ojos el empleo de tiempo y recursos en esta celebración. José Vasconcelos, con lucidez y espíritu crítico, señaló en El Desastre, la tercera parte de su trilogía autobiográfica, la extrañeza y rechazo que le provocó esta iniciativa, si bien debemos reconocer que fue de los pocos que no se sumaron a la misma.

 

Como había sucedido con las fiestas del Centenario de 1910, se nombró un comité organizador. Fue presidido por Alberto J. Pani, titular del despacho de Relaciones Exteriores, y nuevamente cada ministerio y cada ramo de la administración tuvieron que dedicar el tiempo y los recursos necesarios para llevar a cabo una consagración del régimen.

 

Festejo infantil

 

Las festividades fueron abundantes y diversas: desde el ámbito cultural, se organizaron una serie de conciertos operísticos bajo la responsabilidad de Adolfo de la Huerta, concursos literarios y una exposición de arte popular encargada a Jorge Enciso y Roberto Montenegro, acompañada de un catálogo de la autoría del pintor Dr. Atl (Gerardo Murillo); por su parte, la prensa publicó suplementos dedicados a la historia de México.

 

Pero tal vez el cariz distintivo de este Centenario fue la llamada Semana del Niño, realizada del 11 al 17 de septiembre. Con ella, el gobierno quiso darle un carácter no solo popular, sino de utilidad social a los festejos, pues el protagonismo de la infancia destacaba los logros obtenidos en materias como salud y educación.

 

Los actos realizados en este marco incluyeron en su mayor parte desfiles y agasajos dirigidos a los menores. Con ello se colocaba en el centro de las miradas a la generación que se suponía encarnaba las aspiraciones de futuro de los gobiernos surgidos tras la Revolución. La culminación de esta semana infantil fue un desfile que tuvo lugar el 15 de septiembre.

 

Ese mismo día El Universal publicó en su primera sección los festejos que se realizarían. Entre los múltiples eventos sobresalía “la jura de bandera por los niños y niñas de las Escuelas del Distrito Federal. Cincuenta mil niños serían distribuidos desde el Palacio Nacional hasta el Bosque de Chapultepec”. Agregaba que tras una salva de veintiún cañonazos, el presidente de la República saldría de Palacio Nacional por la puerta Mariana con los miembros de su gabinete y su Estado Mayor. Tras el evento, el diario registró que las bandas del Hospicio de Niños y de la Escuela Industrial de Huérfanos tocaron el Himno Nacional. Todos los niños lo entonaron, mientras “tremolaban su bandera” al paso del caudillo.

 

Probablemente la ciudad no había visto nada igual: se trataba de una marcha más alegre que solemne.

 

 

Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Recuerdos del Zócalo: 'Las fiestas del otro Centenario de la Independencia: la celebración del presidente Álvaro Obregón en 1921'" de las autoras Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 113