¿Quiénes fueron los beneficiarios con la venta de La Mesilla?

Javier Torres Medina

El 30 de diciembre de 1853, Santa Anna con su firma ratificó el tratado de compraventa de La Mesilla. Un aspecto interesante es ver a dónde fue a parar el dinero del pago.

 

La idea del general era contar con recursos para vencer la sublevación en el sur del país y ponerle un “estate quieto” a Juan Álvarez, líder de la Revolución de Ayutla, pero también cubrir las deudas y quedarse con algún dinerito para quizá, quién sabe, cumplir su sueño de dejar de ser un simple presidente y convertirse en emperador, emulando a Napoleón III, a quien tanto admiraba.

 

Santa Anna envió al ministro Manuel Díez de Bonilla para concretar el acuerdo. Este último, José Salazar Ilarregui y J. Mariano Monterde (quien fue director del Colegio Militar de Chapultepec en 1847) suscribieron con James Gadsden el tratado en el que se estipulaba que Estados Unidos pagaría diez millones de dólares por La Mesilla, con un adelanto de siete millones y tres más cuando quedara concluida la línea divisoria.

 

Para realizar el negocio Santa Anna tenía que sortear varios problemas. El primero era que el dinero llegaría hasta el 1 de julio de 1854 y mientras, para sufragar los gastos urgentes, pidió a su “club” de agiotistas algunos adelantos sobre la venta ofreciéndoles un “módico” ocho por ciento de interés, pero sus amigos querían el diez. Santa Anna acordó darles el ocho y una ganancia adicional del diez por ciento, puesto que la transacción no causaría impuestos. Animosa y generosamente, Gregorio Mier y Terán, Jean Baptiste Jecker, Cayetano Rubio, Eustaquio Barrón, Francisco Iturbe, Manuel Escandón y Martínez del Río adelantaron el dinero que necesitaba el señor presidente.

 

El segundo problema apareció después: para negociar la entrega del efectivo en Nueva York se nombró a Juan Nepomuceno Almonte, quien, cuando recibió las cantidades, se dio cuenta de que había varias dificultades técnicas: México no contaba con un banco nacional para hacerle el depósito, ¿cómo se iban a trasladar los fondos y quién iba a cambiar los dólares a pesos?

 

Siete millones de dólares no era poco, por lo que Almonte se dedicó a buscar cuáles casas comerciales podrían hacer el servicio con el menor cargo posible. Optó por colocar el dinero en cinco bancos con “un corto premio”. Se repartió el dinero y se encargó a Francisco de Paula Arrangoiz su traslado, no sin antes efectuar los pagos correspondientes.

 

Santa Anna dirigió desde México las transacciones y dispuso del dinero directamente. Le ordenó a Arrangoiz destinarle 15 000 pesos para sus gastos personales, que él llamó “comisión secreta”. El 86 por ciento de lo que Francisco de Paula sacó de los bancos de Nueva York fue a parar para reembolso de los adelantos de prestamistas. A Barrón, los hermanos Mosso, Iturbe, Rubio, Mier y Terán, Juan Rondero, José Ramón Pacheco, Jecker, Torre y Cía. se les pagaron los adelantos con su consabido interés. Del total, 42.7 por ciento fue a parar a manos de Escandón, el consentido del régimen.

 

Antes de que se acabara el dinero, Francisco de Paula se “pagó” por adelantado 3 000 pesos de su sueldo anual. Almonte no se quedó atrás y por sus servicios se autorizó un sueldo de doce mil pesos. Ya engolosinado, Arrangoiz se despachó con la cuchara grande y tomó más de 68 000 pesos por su gestión como representante de México en Washington, lo que desagradó al presidente, quien ordenó su cese inmediato. En respuesta, el exfuncionario acusó a Santa Anna de haber tomado 600 000 pesos para sus gastos.

 

Total que para octubre de 1855 el fondo de La Mesilla quedó reducido a 60 000 pesos. El enviado de Francia, Gabriac, se impresionó de que en muy pocos meses se hubiera dilapidado lo que se había pagado por ese territorio mexicano. En los altos círculos de la política se rumoraba que, con los tres millones de pesos que restaban, Santa Anna le había pedido a Escandón otro adelanto de 50 000 pesos en plata, un millón en valores y millón y medio en bonos de deuda. Para asegurar, y como pago a esos “servicios”, el presidente nombró al hermano de Escandón secretario del ministerio de México en París.

 

Para el pago de los tres millones, Gadsden sugirió que se hiciera la transferencia a través de los agiotistas norteamericanos Howland & Aspinwall y Hargous Brothers, con una comisión del cinco por ciento. Sin embargo, el mismo Gadsden afirmó que la ganancia de las dos casas había sido de un millón de pesos.

 

La cantidad obtenida por la venta se despilfarró y se esfumó. Al general no le alcanzó la suma y todavía intentó que el gobierno estadounidense ¡se interesara por más territorios!, pero los gringos ya veían como inminente la caída de Su Alteza Serenísima y esperarían a ver qué podían negociar con don Juan Álvarez. El dinero pasó de manos del gobierno a las garras de los empresarios, agiotistas y políticos, aunque el president también se llevó lo suyo.

 

El 24 de febrero de 1854 se había lanzado el Plan de Ayutla en su contra y el descontento prendió en prácticamente todo el país. Los prestamistas dejaron de atender las solicitudes del presidente y empezaron a ofrecer su “desinteresados” servicios a Juan Álvarez e Ignacio Comonfort. Como un desquite popular y muestra de rechazo y odio al gobierno de Santa Anna, la casa de Escandón en Ciudad de México fue incendiada y saqueada.

 

Escandón ofreció a los revolucionarios 100 000 pesos; aunque de momento no aceptaron el cohecho, Comonfort accedería después. Luego le ofrecerían dinero a Benito Juárez y a otros gobiernos, demostrando que el capital no tenía ideología; ni era liberal ni conservador, ni patriota ni traidor, simplemente tenía intereses.

 

La entronización de Santa Anna mostró la fuerza de un hombre, pero no la del Estado, donde se permitieron formas de negociación y gestión de los bienes nacionales y recursos públicos con los particulares. El presidente de manera personal pactaba sin mediar leyes o constituciones; ante la ausencia de instituciones se creó un espacio propicio para la negociación y el cabildeo basados en el amiguismo, compadrazgo, clientelismo y nepotismo.

 

Aunque nunca se le persiguió o encarceló, porque sus actos no estaban tipificados como delitos, el general Santa Anna fue pasto del escarnio público por quedarse con dinero de la venta de territorio nacional, por hacer negocios y por el tráfico de influencias que menguaron las arcas nacionales y favorecieron a los prestamistas y empresarios particulares; todo ello permitido por los márgenes laxos que le otorgaba su voluntad, la voluntad de Su Alteza Serenísima.

 

 

Esta publicación es sólo un extracto del artículo " La corrupción entronizada"  del autor Javier Torres Medina, que se publicó en Relatos e Historias en México número 108.