La afamada Plaza de Santo Domingo en la Ciudad de México del siglo XVIII

Guadalupe Lozada León

Con el mismo afán evangelizador con el que llegaron los franciscanos a la Nueva España cinco años antes, la orden de los dominicos fue la segunda en arribar a estas tierras recién conquistadas en julio de 1526. A su llegada a la capital, los religiosos fueron recibidos por el propio Hernán Cortés quien, en actitud de reverencia, se arrodilló delante de cada uno para dar ejemplo a los indígenas. En tanto encontraban algún lugar para levantar su convento, se alojaron con los franciscanos y, tres meses después, les fueron donados seis solares en los cuales erigieron el recinto que llegó a ser el segundo en tamaño en la capital virreinal.

 

Su establecimiento definitivo no fue fácil. A su salida del alojamiento franciscano se trasladaron a una casa que se encontraba justo en la esquina donde ahora se levanta el antiguo Palacio de la Inquisición. Antonio García Cubas en El libro de mis recuerdos (impreso en 1904) dice que el lugar era tan insalubre que costó la vida a cinco religiosos; de los siete restantes, cuatro regresaron a España y tres pasaron, en 1539, a un lugar contiguo a dicha residencia en el que fundaron su convento y levantaron el templo que fue dedicado en 1575. Y agrega: “Hundido y anegado todo el edificio en 1716, construyéronlo de nuevo conforme a un plan más extenso y conveniente, dedicándose el día 3 de agosto de 1736, tal es el templo que aún existe”.

 

Demolición del convento

 

El convento era de estilo italiano, con un patio central flanqueado por cuatro arcadas que sostenían las celdas de los religiosos. Las paredes del claustro, en dichas arcadas, estaban cubiertas por una colección de lienzos debidos al famoso pincel del novohispano Miguel Cabrera y que representaban pasajes de la vida de Santo Domingo.

 

Como otros recintos religiosos de la época colonial, el convento de Santo Domingo fue derribado en 1861 y sus restos vendidos a particulares como consecuencia de las leyes de Reforma. Para abrir la calle Leandro Valle se demolió la tapia del atrio, la capilla de la Tercera Orden, así como la del Rosario, uno de los mejores ejemplos de la ornamentación artística novohispana, además de la portería que comunicaba al convento con el templo.

 

Don Antonio García Cubas, hombre de ciencias y de letras, lamentó aquellos días de demoliciones: “En lo que a la exclaustración se refiere, pena y congoja causaba la destrucción que con inusitada diligencia se llevaba a cabo en los monasterios. Templos como la capilla del Rosario venían al suelo en pocas horas, sin respeto a las obras de arte […] De los claustros desaparecían millares de pinturas, unas recogidas por comisionados del gobierno y otras, no pocas, por aficionados a las bellas artes; rotas las puertas de las bibliotecas, libros y manuscritos de gran valor histórico y muchos inapreciables, quedaron a merced de quienes querían llevárselos y muchos desencuadernados y regados por los claustros, hechos que denunció a las autoridades El Siglo XIX de la época, refieriéndose al convento de San Agustín, y de que hacía responsable a los comisionados por no haber sabido cumplir con el deber que el gobierno les había impuesto”.

 

La destrucción de la capilla del Rosario

 

Tanto el convento como el templo constituían uno de los más relevantes ejemplos del arte virreinal; sobresalía en todo el conjunto la extraordinaria capilla de la Virgen del Rosario que, edificada al lado izquierdo del templo grande, hoy ha desaparecido.

 

Sobre esta joya, el bachiller Juan de Viera escribió, en 1777, en su magnífica Breve y compendiosa narración de la Ciudad de México, que “a más de la riqueza que tiene la santa imagen que es de talla, vestida de diamantes y perlas, con corona de oro y diamantes la señora y el niño, tiene dos barandales de plata muy gruesos y en el altar mucha ramilletería de plata maciza, candeleros, lámpara y candiles de mucha magnitud”.

 

García Cubas nos recuerda que el hermoso conjunto, que fue consagrado el 28 de enero de 1690 (y renovado en 1736), a la vez que la iglesia grande, desapareció junto con la capilla del Rosario, una joya de arquitectura “de orden jónico, uno de los más elegantes edificios que poseía la capital. Tan bella capilla se levantaba sobre planta cruciforme, cortados los ángulos rectos que formaban la nave principal y la del crucero, de manera que los muros se unían por medio de chaflanes que convertían la parte central del templo en una rotonda, compartida por 16 hermosas columnas gemelas. Eran estas esbeltas con estrías y bellos capiteles jónicos festonados, sobre los que descansaba el rico entablamento corrido, rematado por una elegante balaustrada. Los arcos torales sostenían las bóvedas de lunetos que permitían que las ventanas inundasen de luz el recinto del templo. Una graciosa cúpula daba feliz remate al edificio y tanto esta, como el ábside, las bóvedas y los tableros de los intercolumnios lucían pinturas al temple que representaban pasajes de la vida de la Virgen y eran debidas en su mayor parte al pincel de Santiago Villanueva. Mármoles y bronces dorados a fuego eran los materiales de que estaba formado el retablo de la Virgen”. 

 

 

Esta publicación es sólo un extracto del artículo "La afamada Plaza de Santo Domingo" de la autora Guadalupe Lozada León, que apareció íntegro en Relatos e Historias en México número 108.