¡Espantosos Crímenes en Ciudad de México!

Siglo XIX

Guadalupe Lozada León

 

A pesar de que hoy día la violencia se ha vuelto un hecho cotidiano que prácticamente ya no llama la atención de la mayoría, lo cierto es que en otras épocas hubo crímenes que se volvieron famosos, algunos de los cuales no solo ocuparon las primeras planas de los periódicos durante varios días, sino que dieron origen a obras que hicieron historia. Hubo otros por demás denunciados, como los que se recogen en El libro rojo, de Manuel Payno y Vicente Riva Palacio, y muchos más que quedaron plasmados en relatos y crónicas de la época.

 

 

Sucedió en Cordobanes

 

En El libro rojo (1870) quedaron consignados, entre otros, el crimen de la familia Dongo: cuenta la historia que la mañana del 24 de octubre de 1789, un cochero descubrió once cadáveres en el número 13 de la calle de Cordobanes (hoy Donceles 88) de Ciudad de México; entre ellos, el del acaudalado comerciante Joaquín Dongo, dueño de la casa. Además, encontraron los cuerpos del lacayo, el cochero, dos porteros –uno ya jubilado y el otro en activo–, un “indio correo” de la hacienda de Santa Rosa, de la que don Joaquín era propietario, un sobrino y un primo de Dongo, la galopina, la cocinera, la lavandera y el ama de llaves. Todos brutalmente asesinados a machetazos. Pronto, las autoridades virreinales descubrieron que sin duda alguna el móvil del crimen había sido el robo, pues faltaban veinte mil pesos en plata y algunas hebillas del mismo metal.

 

El virrey de Nueva España, Juan Vicente de Güemes, conde de Revillagigedo, enterado en la misma mañana del descubrimiento de la espantosa escena, giró las instrucciones precisas para que cuanto antes se localizara a los asesinos. Así, la policía revisó las garitas “por si pasase o hubiese pasado alguno o algunos fugitivos”, recorrió los hospitales “para ver si ocurriese algún herido”, visitó los mesones “para tomar razón individual de los que se hallaban posados” y se presentó en las platerías “por si alguien llegara a tasar o vender”.

 

Al siguiente domingo “se examinaron a cuantos amoladores [aquellos que sacaban corte o punta a un arma] fueron habidos, por las armas que hubiesen amolado. A los cirujanos que se encontraron, por los heridos que hubiesen curado. A los vecinos de por Santa Ana y calle de Santa Catarina Mártir, sobre un coche que se decía haber pasado la misma noche y hora del suceso, con precipitación, y no consiguiéndose otra cosa que un mar de confusiones; sin embargo, se continuaron registrando accesorias sospechosas, cateando casas, vigilando concurrencias, vinaterías y demás parajes de esta clase”. Todo esto relatado en un documento de la época incluido en El libro rojo.

 

Cuenta la Gaceta de México del 10 de noviembre de 1789, que después de haber aprehendido a tres sospechosos, José Joaquín Blanco (homónimo del escritor contemporáneo), Baltazar Quintero y Felipe Aldama, todos ellos personas “muy decentes” a quienes apresaron al haber sido acusados por unos vecinos de tener gotas de sangre en las cintas de su cabello, con las que se ataban las pelucas de la época, o en su sombrero, “por contradicciones y emociones observadas al conducirle [a Quintero] y en la declaración y careo”, se supo que acababa de mudarse a una accesoria, la que por orden del juez fue revisada y al hacerlo descubrieron el botín completo de lo robado en casa de don Joaquín Dongo. De nada sirvieron sus declaraciones anteriores en las que habían jurado inocencia; ante lo evidente del hallazgo confesaron su delito. Frente a tal situación, se dictó sentencia, tal como lo relata el documento ya citado en El libro rojo: “y llegados al suplicio se les diese garrote, poniendo el bastón y armas a la vista del público, y verificada la ejecución, se destrozasen y rompiesen por mano del verdugo, separándoseles las manos derechas: que se fijasen dos en dos escarpias donde habían cometido los homicidios”.

 

La ejecución se consumó, como estaba previsto, el sábado 7 de noviembre, a dos escasas semanas de cometido el crimen. Durante más de cien años este asesinato terrible fue recordado por cronistas e historiadores y hasta el día de hoy se conserva una placa en el 88 de la calle de Donceles que hace alusión a este suceso, aunque la casa de los hechos ya no exista.

 

Víctima de los bandidos de Río Frío

 

Corto se quedaría este relato sin mencionar a los famosos bandidos de Río Frío, cuya historia fue inmortalizada por Manuel Payno en la célebre novela por entregas publicada primero en Barcelona, de 1889 a 1891, y después en México de 1892 a 1893.

 

Fue el 4 de mayo de 1854, mientras ya los revolucionarios de Ayutla, encabezados por Juan Álvarez, estaban dando la batalla contra el que sería el último gobierno de Santa Anna, cuando fue asesinado el conde, filántropo y comendador de la orden de San Mauricio, Juan Bautista Cossato, en el paraje conocido como Loma Larga, entre Tecámac y Río Frío, después de ser asaltada la diligencia en que viajaba por un grupo de siete de esos famosos bandidos que asolaban la región.

 

El origen milanés del conde le trajo a Santa Anna problemas internacionales cuando ya estaba sorteando el levantamiento de los pintos y chinacos que acabaría por derrotarlo. Hasta el nuncio papal se presentó ante el general presidente para exigir el castigo a los culpables.

 

Menos de un mes después, gracias a las pesquisas del coronel José Manuel Castilla –juez especial de la causa–, fueron aprehendidos Antonio Mercado, “natural del pueblo de Tlapacoya”, y dos de sus cómplices, a quienes se les dictó sentencia el 13 de octubre siguiente, condenándolos, según se lee en El Universal del 3 de noviembre, “a que sufran la pena de ser ahorcados en la Plaza de Armas de la capital y sus cadáveres expuestos a la expectación pública y llevados después al paraje conocido como Loma Larga o Vuelta de la Cebada donde cometieron el delito”. El juicio quedaba abierto “para el caso de ser aprehendidos” los demás involucrados en el asalto en que fue muerto el conde y heridas otras personas quienes, como él, se habían defendido.

 

Asalto en Tacubaya

 

Muchos más crímenes enlutaron a la sociedad en el siglo XIX. Uno de los más comentados en la prensa fue el asalto a la receptoría de rentas de Tacubaya la noche del 19 al 20 de julio de 1882, cuando un grupo de bandidos, entre los que según la policía se encontraba el caballerango de la casa, hirió de once puñaladas a don Federico Hube con el afán de robarle los diez mil pesos que había recibido en agradecimiento a sus gestiones para lograr la introducción del “ferrocarril de tranvías a la ciudad”.

 

Sin embargo, lo que en ese momento parecía insalvable a poco fue solucionado felizmente. Se necesitó el concurso de todas las autoridades del Distrito Federal, que atrajeron para sí la causa, y del doctor Campuzano que logró salvar a Hube de la muerte a pesar de que dos de sus heridas, en el pulmón y en el vientre, eran de suma gravedad. De los once malhechores solo se logró aprehender a siete y de lo robado únicamente se recuperaron once caballos comprados por dos de los asaltantes, 43 pesos que tenía en su poder otro del grupo y 65 más que él mismo había dejado en casa de unos amigos.

 

 

Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "¡Espantosos Crímenes!" de la autora Guadalupe Lozada León, que se publicó en Relatos e Historias en México, número 115