El paseo de López Mateos por Japón

La primera visita de un presidente mexicano a la nación nipona, 1962
Gerardo Díaz Flores

Desde que las rutas de navegación en el océano Pacífico permitieron la comunicación fluida de la Nueva España con Asia, uno de los imperios más llamativos para entablar relaciones fue el japonés. El comercio unió ambos territorios hace poco más de cuatrocientos años, pero las intrigas políticas y la intervención de la religión descontinuaron la relación hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando Estados Unidos demostró a Japón que no podía continuar aislado de los avances del resto del mundo y lo apremió a su apertura.

 

Entonces el presidente Porfirio Díaz, aconsejado por probados hombres de ciencia como el ingeniero Francisco Díaz Covarrubias, que había visitado la isla oriental en 1874, vio con sumo interés restablecer las relaciones diplomáticas y comerciales con aquella parte del mundo. Fue el 30 de noviembre de 1888 cuando ambas naciones firmaron un tratado de amistad, comercio y navegación que, dicho sea de paso, fue el primero suscrito por Japón en términos de igualdad, ya que los realizados anteriormente con las potencias menospreciaron en demasía a la nación nipona mediante cláusulas muy desventajosas.

 

A partir de este momento, emisarios y comerciantes intercambiaron conocimiento y mercancías. A México se le concedió un significativo terreno en Tokio para establecer su embajada. Los japoneses, por su parte, fueron invitados a establecer colonias agrícolas en nuestro país, entre otras actividades. El respeto legal y cultural al iniciar el siglo XX fue mutuo, a tal grado que durante la llamada Decena Trágica de 1913, la legación de Japón dio refugio a la familia del presidente Francisco I. Madero, quien finalmente moriría asesinado.

 

La guerra

 

Pese a lo anterior, en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se abrió una brecha entre ambos países. Primero se retiró a los miembros diplomáticos mexicanos tras el ataque nipón a Estados Unidos y más tarde, como aliados del país vecino del norte, se declaró la guerra a los países del Eje, al que pertenecía Japón; incluso se bombardeó a su ejército con nuestros aviones.

 

La rendición japonesa y su posterior reincorporación a la comunidad internacional fue sumamente celebrado por México, que fue una de las primeras naciones en restablecer relaciones diplomáticas plenas: primero por medio del escritor Octavio Paz como enviado diplomático y en 1952 con el establecimiento del embajador Manuel Maples Arce en Tokio. Esta conciliación continuó durante una década mediante enviados oficiales y diversos convenios, hasta que en 1962 el presidente Adolfo López Mateos solicitó permiso al Congreso para realizar una visita de Estado al renaciente aliado en el Pacífico.

 

El viaje

 

El propósito de tan novedosa visita, según López Mateos, fue concretar una “misión de paz y amistad con pueblos con quienes debemos de estrechar lazos de fraternidad e intercambio”. Fue también para demostrar al mundo que la postura económica establecida en aquel momento, llamada desarrollo estabilizador, colocaba a México, como promesa, en el primer plano del orden internacional.

 

Se conformó entonces la comitiva presidencial con más de sesenta personas, entre las que destacaron la esposa (Eva Sámano) y la hija del mandatario; el secretario de Relaciones Exteriores, Manuel Tello Barraud, y el de Industria, Raúl Salinas Lozano; el director del Banco de México, Rodrigo Gómez Gómez, y el del Banco de Comercio Exterior, Ricardo José Zevada, entre otros nombres relacionados con las principales empresas nacionales. Se intentó equilibrar en el viaje la calidez de la familia con el deber y responsabilidad presidenciales.

 

El 3 de octubre de 1962 se inició el vuelo. Primero hacia Los Ángeles y más tarde hacia Honolulu, Hawái. Un anecdótico saludo del presidente John F. Kennedy, en ocasión del sobrevuelo de su homólogo mexicano por el espacio aéreo estadounidense, fue recibido por López Mateos y sus acompañantes con satisfacción. Pasaron las horas y mientras cruzaban el vasto océano, de pronto se escuchó la voz de mando en el aire. No era don Adolfo, sino el capitán de la aeronave que indicó: “Señor presidente, señores pasajeros: son las 9:29 de la mañana del jueves 4 de octubre […] ahora son las 9:29 de la mañana del viernes 5 de octubre”. Se había pasado el meridiano 180, aquel que en los estándares internacionales se utiliza para el cambio de fecha. Ya estaban más cerca de Asia que de América.

 

Recepción

 

López Mateos llegó puntual y cumplió a la perfección su itinerario. Había visitado otras regiones asiáticas antes de la esperada visita a Japón, que inició el jueves 11 de octubre, día en que aterrizó proveniente del aeropuerto de Hong Kong. Apenas bajó del avión, fue recibido por el emperador Hirohito, aquel que supo asumir, aunque tardíamente, los sinsabores y responsabilidades de la derrota en la Segunda Guerra Mundial.

 

Los protocolos japoneses eran –y aún lo son– muy estrictos con la figura del emperador: prohíben cualquier intento de contacto físico con su persona. Sin embargo, durante la recepción, Hirohito fue abierto y estrechó la mano del presidente mexicano y de su esposa, al mismo tiempo que la emperatriz les obsequió flores y se realizó el saludo militar con salvas de honor. Por otra parte, el pueblo japonés fue organizado como pocas veces para recibir a un jefe de Estado. El recorrido presidencial hacia su hospedaje estuvo rodeado de vallas hechas por niños que ondeaban banderas japonesas y mexicanas. Tras los años de guerra, era momento de mostrar sonrisas y una cara distinta del otrora devastado Tokio.

 

López Mateos fue recibido en el Palacio de Akasaka, alojamiento oficial de los dignatarios de alto rango que visitan Japón y donde se montó un estudio de transmisiones que comunicó en vivo por radio y televisión los pormenores de la visita, incluido un mensaje del mandatario mexicano en el que destacó, entre otras cosas, la importancia del intercambio estudiantil entre ambas naciones, pues “formará una estimación creciente entre nuestros pueblos”. Luego señaló que habría que enterrar cualquier pormenor del pasado y dejar a la siguiente generación de los dos países integrarse amistosamente.

 

Al finalizar la transmisión, la visita del primer ministro Hayato Ikeda y de Tadashi Adachi, representante de la Cámara de Comercio e Industria de Japón, devolvió a la comitiva a la realidad: la buena voluntad también debía enfocarse en los negocios.

 

Estadía

 

Descalzos, sentados sobre cojines, con las piernas entrecruzadas y con algunos sakes encima, López Mateos y su comitiva tuvieron una cena informal, a la espera de la jornada del viernes 12. Por la mañana, el gobernador de Tokio entregó la llave de la ciudad hecha en oro al mandatario mexicano, quien luego fue trasladado por la escolta imperial de caballería, encabezada por el príncipe Mikasa (hermano menor de Hirohito), a la morada oficial del emperador, donde se trataron asuntos de Estado. En el discurso oficial el monarca japonés expresó: “He de mencionar muy en especial que el gesto invariablemente amistoso, demostrado hacia el Japón en la posguerra por vuestro país, tan cordialmente vinculado con el nuestro, no se borrará jamás de nuestra memoria”. Rompió una vez más los protocolos al saludar de mano y de pie al mandatario mexicano.

 

El sábado 13, López Mateos asistió a un santuario japonés en la ciudad de Nikko, adonde llegó tras ser trasladado en el vagón imperial. Por la tarde inauguró la Casa México en las inmediaciones del parlamento japonés, en el centro de la ciudad, la cual desde entonces es la sede oficial de nuestra embajada en el país nipón. Quedó situada en los terrenos cedidos originalmente durante el Porfiriato y debido a los daños de la Segunda Guerra Mundial tuvo que reconstruirse.

 

 

Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "El paseo de López Mateos por Japón" del autor Gerardo Díaz, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 113