¿Con el Tratado de Guadalupe Hidalgo, en realidad México salvó su existencia como nación?

El 2 de febrero de 1848, México tuvo que firmar la pérdida de la mitad de su territorio
Ahmed Valtier

 

Si bien mediante el Tratado de Guadalupe Hidalgo México se vio obligado a ceder más de dos millones de kilómetros cuadrados a Estados Unidos para terminar la guerra, también se evitó que otros territorios fueran anexados al país vecino, con lo que se habría salvado hasta su propia existencia como nación.

 

 

El negociador

 

Casi un año antes de la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, en abril de 1847, en pleno clímax de la guerra y después del desembarco del ejército yanqui en Veracruz, el presidente estadounidense James Polk decidió enviar un emisario para buscar entablar negociaciones de paz con México. Para tal tarea, Polk escogió al funcionario de más alto rango del Departamento de Estado, después del secretario James Buchanan: Nicholas Trist.

 

Con 47 años de edad, Trist era un abogado del estado de Virginia casado con una nieta del antiguo presidente Thomas Jefferson. Había sido secretario particular del expresidente Andrew Jackson (mentor político del propio Polk) y hablaba perfectamente el español. Pero por encima de su experiencia y jerarquía, después demostraría que también era poseedor de principios inquebrantables de honestidad y justicia.

 

Trist partió de Washington con instrucciones precisas: obtener California, Nuevo México y establecer la nueva frontera en el río Grande (o Bravo). Estaba autorizado a ofrecer hasta veinte millones de dólares como compensación, aunque la suma podía aumentar si lograba adquirir también Baja California.

 

Desde un principio Trist encontró serias dificultades en su misión. Aparte, cuando el gobierno mexicano se enteró de que las pláticas de paz estaban condicionadas a la venta de territorio, de inmediato canceló las negociaciones.

 

“Absorber todo el país”

 

La guerra se prolongó y el ejército invasor se abrió paso hasta la capital del país. Después de una serie de sangrientas batallas en el valle de México, el 14 de septiembre de 1847 las tropas norteamericanas entraron a la Plaza Mayor y tomaron posesión de Palacio Nacional.

 

El presidente y comandante del ejército mexicano, Antonio López de Santa Anna, renunció a su puesto. El nuevo gobierno, a cargo del presidente provisional Manuel de la Peña y Peña, se retiró a Querétaro. La paz parecía lejos de ser alcanzada.

 

En Washington, por la prolongación de la guerra, la enorme cantidad de recursos gastados, pero sobre todo por la renuencia de México a negociar, ocurrió un cambio de actitud en el gobierno. El presidente Polk empezó a considerar qué nuevas condiciones deberían ser impuestas a México, además de pensar en exigir una mayor extensión de territorio. En una junta con su gabinete se habló de tomar una parte de Sonora y Chihuahua, así como Tamaulipas hasta el puerto de Tampico. Se discutió también la opción de fijar la línea fronteriza hasta la Sierra Madre (Oriental y Occidental).

 

Algunos periódicos y miembros del Partido Demócrata –el partido de Polk– pregonaban ya el concepto de “Anexar todo México”. La idea comenzó a tomarse tan en serio y con posturas tan radicales que hasta el senador Daniel S. Dickinson, de Nueva York, solicitó abiertamente en el Congreso meditar la posibilidad de “absorber todo el país”.

 

Primero la paz

 

A principios de octubre, el secretario de Estado James Buchanan escribió una carta a Trist para que regresara a la mayor brevedad: “Las circunstancias han cambiado totalmente desde la fecha de sus instrucciones originales”.

 

Por razones fortuitas el mensaje tardó más de un mes en llegar. Trist recibió la nota hasta el 16 de noviembre de 1847 y quedó verdaderamente sorprendido. Lejos de saberlo en Washington, la situación en México se había modificado durante ese tiempo en favor de la paz. Cinco días antes, el general Pedro María Anaya había sido designado nuevo presidente interino.

 

En el gobierno y el Congreso mexicanos existía una fuerte divergencia de opiniones: los denominados “moderados” buscaban la paz, mientras que una minoría llamados “puros” pretendían prolongar la guerra. Anaya no solo se inclinaba hacia los moderados, sino que también había decidido nombrar una nueva comisión negociadora formada por tres destacadas figuras de la política y la diplomacia mexicana.

 

Encabezaba el grupo José Bernardo Couto Pérez, un hombre de 45 años, delgado y de baja estatura, que daba la impresión de ser una persona ordinaria, pero detrás de sus ojos penetrantes se ocultaba un sobresaliente jurista y notable escritor con una vasta cultura. Originario de Orizaba, había sido diputado y senador por el estado de Veracruz. Con él se hallaba Luis Gonzaga Cuevas Inclán, un diplomático de carrera de 48 años, nacido en Lerma de Villada, en Estado de México. Desde 1826 había ingresado al Ministerio de Relaciones Exteriores y en 1838 fue designado para negociar con Francia el fin de la llamada Guerra de los Pasteles; luego se desempeñó como ministro de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Anastasio Bustamante. El otro comisionado era Miguel Atristain, de 41 años, un importante político y anterior miembro del Congreso. Integrada la comisión, los negociadores expresaron su deseo de iniciar las conversaciones cuanto antes.

 

Trist se encontró ante una difícil disyuntiva: sabía que las circunstancias eran adecuadas, ya que existía un deseo real de los mexicanos por llegar a un acuerdo, pero si no se lograba la paz con rapidez, el partido de los moderados podría perder el poder. También estaba enterado, por correspondencia con amigos en Washington, de que el presidente Polk deseaba demandar más territorio. Una cualidad esencial de un buen negociador es saber cuándo exigir y cuándo ceder. Trist comprendió que los mexicanos pagarían un precio alto por la paz; si se les imponían mayores condiciones, esto no sería aceptado, ni siquiera por los moderados.

 

Entonces, en una acción sin precedentes en la historia de la diplomacia norteamericana y de su Departamento de Estado, Trist desobedeció las órdenes de su presidente de regresar y decidió iniciar las negociaciones, consciente de los riesgos que esto implicaba. En una carta de 61 páginas dirigida a Buchanan, trató de explicar su postura, enfatizando que “la restauración de la paz” era lo más importante para su país.

 

La negociación

 

“En momentos […] me veía obligado a insistir en cosas que provocaban en ellos particular aversión”, comentaría después Trist al referirse a la reacción de los mexicanos durante las negociaciones. “Si mi conducta en tales momentos hubiera sido gobernada por mi conciencia como hombre y mi sentido de justicia […] hubiera cedido en todos los casos”, agregó. Pero también asumía que “un tratado así no tendría posibilidad de ser aceptado por nuestro gobierno”. Además, todos los presentes sabían que tenían el tiempo en su contra, ya que un nuevo negociador podría arribar en cualquier momento a México con más exigencias.

 

Después de modificaciones y remodificaciones de cada uno de los temas que contenía el tratado, el borrador quedó finalmente terminado veintitrés días después, el 25 de enero de 1848. El texto, de 48 hojas y 8 375 palabras, estaba dividido en veintitrés artículos e iniciaba con el siguiente párrafo: “En el nombre de Dios Todopoderoso: los Estados Unidos Mexicanos y los Estados Unidos de América, animados de un sincero deseo de poner término a las calamidades de la guerra que desgraciadamente existe entre ambas Repúblicas, y de establecer sobre bases sólidas relaciones de paz y amistad…”.

 

Los Congresos ratifican el tratado

 

El tratado llegó a Washington hasta el 19 de febrero. Cuando fue entregado al presidente Polk, este estalló en furia contra Trist. No solo había desobedecido las órdenes de regresar, sino también había arruinado su plan de preparar un nuevo tratado para exigir más territorio a México.

 

No obstante su enojo, con un tratado de paz en la mano que no podía ocultar y ante la insistencia de varios miembros de su gabinete, el presidente con cierta reluctancia se vio obligado a enviarlo al Congreso para su aprobación. Aunque hubo algunas inconformidades, como la del senador Samuel Houston, quien recalcó que el Tratado de Paz, Amistad y Límites con México había sido firmado “por una persona que habiendo violado sus instrucciones, ya no era un ministro de este gobierno”, el documento fue ratificado con algunas ligeras modificaciones por el Senado el 10 de marzo, con 38 votos a favor, catorce en contra y cuatro abstenciones.

 

En México se demoró un poco más. Manuel de la Peña y Peña regresó a la presidencia el 8 de enero, en sustitución del general Pedro María Anaya, y tuvo que esperar más de dos meses para convocar a sesión al nuevo Congreso en Querétaro y así ratificar el tratado. La Cámara de Diputados lo aprobó el 19 de mayo con 51 votos contra 35; y la de Senadores con 33 votos contra cuatro el 24 de mayo.

 

El final de Trist

 

Mientras el documento era discutido y aceptado en Washington, en Ciudad de México el nuevo comandante de las tropas de ocupación, el general William Orlando Butler, recibió órdenes de poner bajo arresto a Nicholas Trist y repatriarlo. La animadversión de Polk hacia él era tal que varias veces lo acusó en público de “insolente e insubordinado”. Trist fue puesto en custodia militar y, como escribió su biógrafo Alejandro Sobarzo, “en esas condiciones verdaderamente humillantes salió del país”.

 

Ya de regreso en la capital de Estados Unidos, en mayo de 1848, no solo el presidente rechazó recibirlo, sino también se encargó de que perdiera su puesto en el Departamento de Estado y le negó los pagos y compensaciones a que tenía derecho por su trabajo como negociador; una cantidad que sumaba más de catorce mil dólares. Como enviado especial, Trist estaba sujeto a un fondo ejecutivo que dependía del presidente, quien se las arregló para bloquearlo.

 

A manera de epílogo

 

Qué mejores palabras que las del propio presidente de México, Manuel de la Peña y Peña, quien vivió y sintió el dolor del infortunio: “El que quiera calificar de deshonroso el Tratado de Guadalupe [Hidalgo] por la extensión del territorio cedido […] no resolverá nunca cómo podía terminarse una guerra desgraciada [...] Los territorios que se han cedido por el Tratado no se pierden por la suma de quince millones de pesos, sino por recobrar nuestros puertos (y ciudades)”.

 

 

Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "Cuando México tuvo que firmar la pérdida de la mitad de su territorio" del autor Ahmed Valtier, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 114