Agiotistas y empresarios en el reino de la “deudocracia”

Javier Torres Medina

 

Ruinoso lujo extranjero, en el pueblo alto extendido. El medio muy abatido, y el bajo de limosnero. La ley convertida en cero, el gobierno sin acción, conatos de insurrección, por todos en general. Esta es del México actual la exacta definición. (Periódico El Cosmopolita, 21/Jul/1841)

 

 

Nueva plutocracia

 

La relevancia que tuvo este grupo de empresarios-agiotistas fue importante para el financiamiento de varios gobiernos que, de otra manera, hubieran tenido problemas más graves e incluso ver deteriorada la legitimidad de sus gestiones, que ya de hecho estaba cuestionada dado el nivel de anarquía que privaba en todo el país. Asonadas, revueltas, sublevaciones, motines y revoluciones provocaban la caída de gobiernos, que cayeran constituciones y se cambiara constantemente de régimen. Gobiernos republicanos federalistas, centralistas, monarquías y dictaduras marcaban el péndulo aciago en el que fluctuaba el país.

 

Durante la primera mitad del siglo XIX no tuvimos instituciones bancarias o financieras como bolsas de valores, salvo el Banco de Avío, fundado en 1830 por Lucas Alamán, y el Banco Nacional de Amortización de Moneda de Cobre, creado en 1837 con la finalidad específica de solucionar el problema de la abundancia de ese tipo de moneda.

 

Estos grupos empresariales formaban una burguesía incipiente en un México convulso y amenazado por potencias extranjeras. Obviamente, se guiaban por la ganancia y los negocios ventajosos de acuerdo con los impulsos del capitalismo en plena expansión, creando un sistema informal del crédito al que no había más remedio que recurrir. Estos empresarios también construían caminos, puentes, echaban a andar minas anegadas, ponían fábricas y mantenían haciendas; es decir, de alguna manera eran un mal necesario.

 

La imagen de una plutocracia enriquecida que hacía alarde de sus ropajes y alhajas, viajes a Europa, enormes mansiones ajuaradas a gran lujo con porcelana de Sévres y mantelería de lino de Silesia, frente a un populacho desarrapado y muerto de hambre, convertía a estos “hombres de bien” en figuras odiadas, máxime cuando a través de la prensa se mencionaban sus abusos, codicia y ambición para sacar ventajas del “pobre” gobierno.

 

En la prensa se hablaba de lo negativo de los préstamos y la poca probidad del gobierno por no hacer públicos los contratos ni llevar a cabo transacciones menos desventajosas: “no solo ha hecho que el agiotaje y la usura hayan absorbido el numerario, paralizando todos los giros, sino que ha dividido las rentas nacionales entre el gobierno y los agiotistas, produciendo la bancarrota general que hoy nos aterra”. El diputado Carlos María de Bustamante opinaba que los préstamos generalmente eran bastante onerosos, “lo más inicuo e infame que pudiera soñarse”. Ante gobiernos inestables y rayando en lo ilegítimo, los prestamistas-agiotistas elevaban de manera considerable las tasas de interés debido al factor de riesgo, llegando a cobrar hasta el doscientos por ciento de intereses.

 

La mayor parte de los empresarios mexicanos eran oportunistas y apartidistas, pero no apolíticos. Algunos eran políticos que invertían en negocios y se desempeñaban como ministros; tal es el caso de Manuel Payno. Los negocios de carácter especulativo de algunos de estos agiotistas dependían de que el gobierno en turno les permitiera llevar a cabo sus actividades, aprovechando las condiciones de penuria por las que pasaba la administración pública. Podían ser, por tanto, conservadores pragmáticos o liberales proteccionistas. A todo se acomodaban con tal de acceder a la adquisición de bienes nacionales, rentas, propiedades, minas, salinas, o para obtener concesiones de cualquier tipo.

 

Sin embargo, para limpiar su imagen se daban a la caridad y le hacían al buen samaritano. Realizaban obras filantrópicas, subvencionaban hospitales, casas de asistencia; creaban fundaciones, otorgaban fondos a la Academia de San Carlos; tenían patronazgos y muchos otros deberes en los que “lavaban” sus conciencias.

 

Aunque sus obras no lavaban lo suficiente: tenían más del cincuenta por ciento de los ingresos aduanales y su control absoluto, lo que les permitía realizar el contrabando que quisieran; toda la industria minera y varias casas de moneda; muchas fábricas de hilados y tejidos; grandes haciendas y propiedades urbanas; concesiones de buques y ferrocarriles; estancos como el del tabaco –que rendía cuantiosas ganancias– y, en fin, una clase aristocrática que mantuvo su oropel durante el Segundo Imperio y que llegó casi intacta hasta la Belle Époque.    

 

El reino de la “deudocracia”

 

La política nacional tuvo un cambio drástico con la caída del general Antonio López de Santa Anna en 1855 y la llegada de los gobiernos de la Reforma. Los empresarios-agiotistas se adaptaron a los nuevos tiempos y contingencias y, a pesar de algunas vicisitudes, llegaron hasta el Porfiriato con sus fortunas casi intactas o incluso aumentadas. Se asociaron en compañías donde confluían sus intereses comunes.

 

Además, al convertirse en empresarios, defendieron algunas iniciativas del gobierno y tomaron parte en la defensa de los intereses nacionales. Unos demandaban al Estado mejoras en la infraestructura de caminos y puertos, otros promovían la disminución de la propiedad corporativa, fuese eclesiástica o comunal, lo cual significaba un programa de desamortizaciones e inclusión en el mercado.

 

También se oponían a políticas librecambistas o proteccionistas de acuerdo con sus planes. Incluso tomaron partido por Estados Unidos, Francia o Inglaterra, según con quien tenían empatías. Por ejemplo, Manuel Escandón presionaba al gobierno para que efectuara reformas económicas después de la guerra con el país vecino del norte.

 

Algunos agiotistas connotados continuaron sus actividades lucrativas durante la segunda mitad del siglo XIX. Aunque Manuel Escandón murió en 1862, su hermano Antonio se convirtió en promotor de la Compañía Anglo-Mexicana de Ferrocarriles, junto con Eustaquio Barrón, quien continuaba en los negocios a pesar de las dificultades que tuvo por haber apoyado el régimen de Maximiliano de Habsburgo. La familia Escandón se emparentó con los Landa, Mier-Cuevas, Limantour-Cañas y Béistegui-Yturbe. Después, Guillermo Landa y Escandón, miembro de este grupo, se desempeñaría como un influyente gobernador del Distrito Federal durante el Porfiriato.

 

Cayetano Rubio, quien había llegado a México en 1805, se había convertido en un empresario bastante importante en la zona de San Luis Potosí-Tampico y había formado una compañía con su hermano Manuel y su yerno. Durante la década de los treinta, Rubio importaba víveres y otras mercancías desde Matamoros. Llegó a tener el control de las salinas de Peñón Blanco, que eran importantes para el proceso de amalgamación de la plata. Ampliando sus horizontes, fue empresario del estanco del tabaco y utilizaba los bonos para sus inversiones en las minas de Fresnillo, Zacatecas y Catorce, que Santa Anna le había arrendado. Esto lo vinculó al tráfico de metales, incluido el cobre, que introducía ilegalmente a Ciudad de México para elaborar moneda falsa. En Querétaro fundó una verdadera colonia en torno a una gran fábrica llamada Hércules, convirtiéndose en “benefactor”.

 

Otra familia que siguió siendo prominente fue la de los Martínez del Río. José Pablo Martínez del Río formó parte de la comisión que ofreció el trono de México a Maximiliano en 1864, porque veía en esa opción, como muchos otros, un escape al desastre económico del país. Durante este régimen fue reconocido con la orden de Guadalupe y designado emisario imperial ante el rey de Grecia y el sultán de Turquía, con una subvención de 5 000 libras, lo que salvó del colapso a su familia, aunque no a la nación. Caro pagó sus servicios, pues, tras la caída del imperio, el presidente Benito Juárez le confiscó todas sus propiedades. En 1867, al triunfo de la República, la firma Martínez del Río estaba prácticamente en quiebra, pero durante el Porfiriato sus descendientes volvieron a recuperar la fortuna de la familia.

 

Los Béistegui lograron conservar sus fortunas e incluso acrecentarlas al continuar con la muy lucrativa carrera de especuladores de bonos de deuda, en la que cobraban grandes comisiones cuando se remitía dinero vía préstamos desde Nueva York o Londres. Resulta interesante el caso de Yves Limantour, quien llegó en 1850 a México y se volvió un prestamista de segundo nivel como proveedor del ejército, pero que rápidamente se encumbró y llegó a las altas esferas cuando en 1893 su hijo José Ives Limantour se convirtió en el influyente y poderoso ministro de Hacienda.

 

 

Esta publicación es sólo un extracto del artículo "La corrupción entronizada" del autor Javier Torres Medina, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 108.