Tiempo de astados. Las corridas de toros

Alejandro Rosas Robles

Desde las décadas inmediatas a la conquista, los toros acompañaron a la sociedad novohispana en su devenir. Las grandes celebraciones siempre iban acompañadas por corridas pero en la ciudad no había un lugar determinado para realizarlas; los cosos se levantaban y se desmontaban una y otra vez. Fue en 1815 cuando se construyó por vez primera una plaza permanente, la de San Pablo.

 

De acuerdo con las festividades, los empresarios construían plazas en cualquier sitio, desde el interior del Palacio virreinal o en la Plaza Mayor de la Ciudad de México, hasta en lugares como Chapultepec, la plaza Guardiola –frente a la casa de los Azulejos–, Santiago Tlatelolco, la Lagunilla, San Antonio Abad, San Diego, entre muchos otros lugares.

De acuerdo con varias reales cédulas, las corridas sólo podían realizarse en la Plaza del Volador para festejar la entrada del nuevo virrey o en las fiestas reales. Las corridas se fueron vulgarizando y hacia finales del siglo XVIII se había perdido el sentido de hidalguía que acompañaba a las corridas desde el siglo XVI; de ese modo, los espectadores no sólo presenciaban las faenas de los toreros, también otro tipo de entretenimiento que desataba las pasiones como “el loco de los toros” –un torero que salía a la plaza vestido como los dementes del hospital de San Hipólito para provocar a la bestia–; también se soltaban perros de presa que luchaban con los astados. Cuando los animales no estaban involucrados, su espacio era ocupado por el lanzamiento de globos de hidrógeno o fuegos artificiales.

Los toros no faltaron en otro de los momentos más recordados en los primeros años del siglo XIX: el 9 de diciembre de 1803 fue develada la estatua ecuestre de Carlos IV, conocida como “El Caballito”. Le correspondió al virrey José de Iturrigaray presidir la ceremonia y las autoridades organizaron un gran festejo. El espectáculo fue impresionante: “La misa, la salida a los balcones, la señal del virrey, el repique general de las campanas y el apartar el velo encarnado que cubría la efigie del rey –escribió el cronista Manuel Rivera Cambas–; para solemnizar la colocación de la estatua de bronce, se iluminó la ciudad por tres noches, hubo repique general, paseo público de gala y demostraciones de regocijo en el teatro, además de corrida de toros”.

Durante los últimos años del virreinato y bajo el más puro ambiente de la Ilustración –que pretendía moralizar a la población y erradicar los excesos en los que incurría la gente que asistía a los diversos espectáculos– se prohibieron las corridas por considerarse bárbaras y sangrientas; sin embargo, durante la guerra de independencia se autorizaron de nuevo con la clara intención de que la gente se mantuviera entretenida y se alejara de las ideas independentistas que recorrían buena parte del territorio novohispano.

 

“Tiempo de astados. Las corridas de toros” del autor Alejandro Rosas Robles y se publicó íntegramente en la edición de Relatos e Historias en México, núm. 25.

 

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