Recuerdos del Zócalo: “Las inolvidables fiestas del Centenario de la Independencia en 1910”

Isabel Tovar de Teresa y Magdalena Mas

 

Los magnos desfiles y el Grito

 

Septiembre de 1910 se vistió de gala con las misiones extranjeras que, custodiadas por vistosas comitivas, eran recibidas oficialmente a las puertas de Palacio Nacional. Pero fueron tres eventos los que concentraron la atención internacional: el multitudinario desfile del día 15 que ofreció una vistosa y apretada síntesis de la historia de México, desde la fundación de Tenochtitlan hasta la consecución de la independencia; la ceremonia del Grito en el Zócalo, y el gran baile del Centenario.

 

En la mañana del 14 de septiembre comenzó un desfile con veinte mil participantes que tenía el propósito de depositar ofrendas florales en las urnas funerarias que guardaban los restos de los libertadores de la nación en el Altar de los Reyes de la Catedral, donde silenciosamente entraron no solo políticos o personas influyentes e invitados especiales, sino ciudadanos, obreros, acheter du cialis en ligne comerciantes y personas de la clase media que querían rendir homenaje a los iniciadores de la gesta de independencia.

 

Pero sin duda el desfile más festivo y comentado tuvo lugar el 15. Ese día el presidente cumplía ochenta años y México cien de independencia de España. A las 9:30, después de que el mandatario recibiera las felicitaciones de las delegaciones de los distintos países, el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, a nombre del Cuerpo Diplomático, pronunció un discurso en el que expresaba el reconocimiento internacional a Díaz y su gobierno.

 

A esa hora, pues, inició el desfile histórico organizado por la Comisión del Centenario, cuyo objetivo era dar el mayor lustre al magno evento. Frente a la multitud transitaron carros alegóricos que representaban los pasajes fundamentales de la historia mexicana. Fue mostrada una sucesión lineal sin excluir etapas ni acontecimientos que hoy consideraríamos contrapuestos. Se calcula que al desfile asistieron más de 200 000 personas para contemplar a los tres grupos que partieron de Paseo de la Reforma y recorrieron las avenidas Juárez y San Francisco –hoy Madero–, hasta desembocar en el Zócalo y pasar frente a Palacio Nacional.

 

En el primer grupo estaban representados los pueblos indígenas. Cerca de las once de la mañana ingresó a la Plaza de Armas un hombre que personificaba a Hernán Cortés a caballo, escoltado por seis soldados que abrían paso a su numerosa comitiva. Marchó delante de la multitud y se detuvo frente a Palacio Nacional. Minutos más tarde, se escenificó la llegada del emperador mexica Moctezuma II, ataviado magníficamente y acompañado por sus guerreros y sacerdotes.

 

El segundo grupo estaba dedicado a la dominación española y era una réplica del desfile que, durante los tiempos de la Nueva España, se organizaba para conmemorar la toma de Tenochtitlan cargando el pendón donde juraban los virreyes y los miembros del ayuntamiento.

 

Finalmente, el tercero representaba la época de la Independencia con carros alegóricos en honor a los héroes de la patria. La ovación no se hizo esperar cuando aparecieron, en particular en el momento en que por la calle de San Francisco hizo su entrada triunfal, como en 1821, Agustín de Iturbide, quien, acompañado por Vicente Guerrero, iba al mando del Ejército Trigarante. El contingente era enorme, todos los soldados iban perfectamente uniformados y al frente ondeaba la bandera de las tres garantías (unión, religión e independencia).

 

La indumentaria que se utilizó tardó más de un año en confeccionarse y algunas de las armas que portaban los integrantes de los contingentes eran reales. La gente se arremolinaba en los balcones, azoteas y ventanas de los edificios que se localizaban en las calles por donde pasaría el desfile.

 

Siguieron dos grandes carros. El primero provenía del estado de Hidalgo y glorificaba la memoria del llamado Padre de la Patria e iniciador de la lucha por la independencia: Miguel Hidalgo. Conforme avanzaba, según refieren las crónicas, la multitud no cesaba de aplaudir. Una recepción similar tuvo el carro de Michoacán, que rendía tributo a José María Morelos. De acuerdo con el programa, en la parte posterior se podía ver una escena del famoso sitio de Cuautla de 1812. Posteriormente, el gentío se diseminó por las calles de los alrededores del Zócalo para disfrutar de diferentes diversiones, como funciones de cine o bailes. Al caer la noche una gran multitud se dirigió hacia la plaza principal y apreciaron los miles de foquillos encendidos que la engalanaban.

 

Más tarde, Porfirio Díaz –acicalado con frac y con la banda presidencial cruzándole el pecho– se asomó al balcón principal para rememorar el Grito y tañer la campana que había ordenado traer a Palacio Nacional catorce años antes, la misma con la que Hidalgo congregó a los habitantes del pueblo de Dolores. Aunque en primera instancia no logró que repicara, en el tercer intento sonó estrepitosamente, arrancando un grito de júbilo a las multitudes. A cada repique y ondeando la bandera nacional, Díaz pronunció sucesivamente: “¡Mexicanos! ¡Viva la República! ¡Viva la libertad! ¡Viva la independencia! ¡Vivan los héroes de la patria! ¡Viva el pueblo mexicano!”.

 

La parada militar del día 16 fue una de las más esperadas dentro de las festividades. La jornada comenzó cuando el general Porfirio Díaz se presentó en Paseo de la Reforma a inaugurar uno de los monumentos que con el tiempo se convirtió en el símbolo de la ciudad: la Columna de la Independencia.

 

Cerca del mediodía, el mandatario presidió el desfile del ejército mexicano que se realizó bajo una lluvia de flores. Unos días antes varios contingentes militares de otros países habían rendido honores a la patria desfilando por las calles de la capital, pero el 16 fue absolutamente de los mexicanos. Cuerpos de infantería y caballería, artillería, marinos y zapadores mostraron su clase y gallardía frente a la gente que no cesaba de aplaudir.

 

El 17 se apreció la entrega de España del uniforme de Morelos y algunos estandartes de los insurgentes que en su momento fueron entregados en Palacio Nacional. Un día después se realizó el paseo de las antorchas, un recorrido nocturno lleno de belleza y simbolismo. En la Alameda Central se reunieron cientos de personas. Entrada la noche, se apagaron las luces de la avenida Juárez y se prendieron las antorchas previamente distribuidas entre la gente. La música, las risas y el ánimo festivo se hicieron presentes hasta llegar al Zócalo.

 

Asimismo, el 22 de septiembre se realizó una de las inauguraciones más importantes. Con la presencia del presidente Díaz, de su ministro de Instrucción Justo Sierra y veinte delegados extranjeros, fue abierta la Universidad Nacional de México.

 

El baile y el cierre apoteósico

 

El evento social culminante de las celebraciones fue la fiesta que Porfirio Díaz y su esposa ofrecieron a las delegaciones especiales y al cuerpo diplomático: el baile del Centenario. Se llevó a cabo el 23 de septiembre; debía de ser el más fastuoso que se hubiera organizado en la historia de México. El banquete reunió a más de cinco mil comensales distribuidos en distintos salones de Palacio Nacional. Los meseros, vestidos de calzón corto y casaca de color oscuro, servían champagne bajo la brillante luz de cuarenta mil focos, que iluminaban el patio de honor desde un plafond de seda, bajo el cual estaban dispuestas la mayoría de las mesas donde cenarían los invitados especiales. Un ejército de meseros sirvió los doce tiempos del menú de corte francés. Según los periódicos de la época, el adorno, aunque espléndido, fue sencillo y de buen gusto. En los días siguientes, los delegados volvieron a sus lugares de origen con la imagen de un México nuevo.

 

El evento que clausuró los festejos se realizó el 6 de octubre en Palacio Nacional. Titulado “Apoteosis de los Héroes de la Independencia”, rindió honores a los restos de los libertadores de la patria. Concluía así un mes repleto de discursos, ovaciones, honores, ágapes, develaciones de estatuas y monumentos y, en fin, de glorificación del pasado, pero sobre todo del presente que se suponía reunía los logros de los antepasados y encaraba un brillante futuro.

 

Mientras las fiestas del Centenario transcurrían en aparente calma, en las entrañas de nuestro país se cocinaban profundos resentimientos contra el régimen porfirista. El testimonio de un muchacho azotado por un elegantísimo cochero de librea en la avenida Hidalgo por haber gritado “¡Muera don Porfirio!”, es solo un ejemplo del descontento social que existía paralelamente a tan elegantes y floridos festejos. El joven era David Alfaro Siqueiros y sin duda esta anécdota nos muestra que México no era solamente ese escenario de paz y concordia que Díaz había querido mostrar al mundo. Su lema de orden y progreso sería enfrentado por una revolución que conmovió los cimientos del régimen hasta derrumbarlo, la cual estallaría apenas dos meses después.