A quinientos años del primer arribo de los españoles a estas tierras

El desventurado conquistador Francisco Hernández de Córdoba
Jaime Montell

Tras veinticinco años de la llegada de Cristóbal Colón al Caribe, los españoles habían colonizado La Española, Jamaica, Puerto Rico y Cuba, una porción de tierra firme en el Darién (Panamá) y otras pequeñas ínsulas. También habían “descubierto” Florida. A pesar de que el viaje de Cuba a la península de Yucatán podía cubrirse en seis días, fue hasta 1517 que Francisco Hernández de Córdoba y el piloto Antón de Alaminos enfilaron proa hacia el sur y oeste.

 

 

A inicios del siglo XVI, desde las islas de Cuba y La Española la costa atlántica era explorada sistemáticamente en busca de un estrecho en esa masa de tierras que bloqueaba el ansiado paso hacia el mágico Oriente. En ese proceso la población indígena había disminuido de manera notable al ser utilizada como mano de obra maltratada, diezmada por el hambre y las nuevas enfermedades llegadas a bordo de los navíos españoles. Pero la demanda de esta fuerza de trabajo crecía al igual que el deseo de los europeos por encontrar nuevas riquezas, para lo cual organizaban pequeñas expediciones por la región en busca de perlas y esclavos. Fue así que encontraron evidencias de sociedades más desarrolladas.

 

En su último viaje, Colón se topó, frente a la costa de Honduras, con una gran canoa con varios objetos nunca vistos, testimonio de una cultura superior. Los tripulantes llevaron a su regreso esas nuevas. Para 1508, Vicente Yánez Pinzón y Juan Díaz de Solís costearon hacia el norte, tal vez hasta Pánuco (en el actual norte veracruzano) o más allá, y el piloto Pedro de Ledesma mencionó una tierra “que se dice Maya”. Por otro lado, quizá los mayas sabrían algo de los españoles. En 1518, la expedición de Juan de Grijalva encontró en Yucatán a una náufraga, nativa de Jamaica. Además, en 1511 naufragó una nave que iba del Darién a Santo Domingo y los sobrevivientes llegaron a tierras yucatecas; y dos de ellos seguían vivos cuando Hernán Cortés llegó a la península en 1519: Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero.

 

Así, para 1517 estaba en el aire la inquietud sobre la posible existencia de tierras ricas y desconocidas cercanas a Cuba.

 

Los preparativos

 

En 1514 el gobernador de Cuba Diego Velázquez escribió una carta al rey Fernando en la que informaba que tenía noticias de los nativos sobre otras islas cerca de ahí, a cinco o seis días de navegación. Entonces, tres ricos españoles de la villa de Sancti Spiritus, Francisco Hernández de Córdoba, Lope Ochoa de Caicedo y Cristóbal Morantes, organizaron una expedición para capturar esclavos o descubrir nuevas tierras. Para tal empresa sobraban voluntarios, insatisfechos con su suerte, dispuestos a tentar fortuna, como el soldado Bernal Díaz del Castillo, sin haber “hecho cosa ninguna que de contar sea”.

 

En tales expediciones sólo los marineros percibían salarios, los demás participaban por su cuenta. El equipamiento: navíos, armas, víveres, etcétera, se financiaba según los términos del contrato, que también estipulaba cómo repartir los beneficios.

 

Velázquez consiguió la licencia necesaria y participó del costo. Francisco Hernández, originario de Córdoba, fue nombrado capitán, “por ser hombre muy suelto y cuerdo, harto hábil y dispuesto para prender y matar indios”, según comentó fray Bartolomé de las Casas. La flota consistió en cuatro navíos y unos 110 hombres, cuyo piloto mayor fue Antón de Alaminos.

 

Inicia la aventura

 

Zarparon el 8 de febrero de 1517, “del puerto de Axaruco”, en la costa norte de Cuba, donde se abastecieron de agua y leña. Hacia el 20 de febrero se hicieron a la mar desde el cabo San Antón.

 

Fue entonces que el piloto Alaminos comentó a Hernández de Córdoba cómo, cuando acompañaba a Colón en su cuarto viaje por la región, habían avistado una piragua en la costa hondureña y lo instó a navegar hacia el oeste. El capitán regresó a puerto a solicitar licencia de Velázquez para el cambio de dirección. Navegaron así a la aventura, “con gran riesgo de nuestras personas”, según el testimonio de Bernal Díaz, sin conocer las corrientes ni los vientos. Tras seis días, avistaron tierra: eran las costas de la actual península yucateca, tan bajas que sólo son visibles de cerca.

 

La bienvenida

 

Los relatos son confusos sobre los lugares visitados y los sucesos ocurridos en cada uno de ellos, así que seguiré el curso que parece más factible.

 

La tierra avistada debió ser la de Isla Mujeres, sitio sagrado de peregrinaje, escasamente habitado, con varios templos de piedra que causaron su asombro. La bautizaron así porque dentro de ella encontraron imágenes femeninas.

 

La costa de la penínisula era visible y hacia allá se dirigieron, costeándola. Les llamó la atención un poblado albeado. Diez grandes canoas, equipadas de remos y velas –a decir de Bernal Díaz–, se acercaron a la flota. Los españoles les dieron a entender, por medio de señas y como mejor pudieron, que venían en son de paz. Varios de sus tripulantes subieron a bordo.

 

A los españoles les llamaron la atención las vestimentas de algodón teñido, así como los aretes, collares y adornos, habida cuenta de que los nativos americanos que conocían iban casi desnudos. Los mayas se maravillaron de su color tan blanco, de sus grandes barbas –algunas rubias– y sus pertenencias. Entonces hubo un intercambio de obsequios: de los mayas calabazas llenas de agua, masa de maíz y otros víveres, pero, sobre todo –y más excitante para los españoles– algunas pequeñas joyas de oro, “admirablemente trabajadas”; los indígenas recibieron objetos baratos de quincallería: cuentas de cristal verde o de colores, cascabeles de cobre, tijeras, agujas, alfileres, espejos. Como marco de este encuentro, desde la costa se elevaban grandes humaredas, a manera de señales, para avisar a los pueblos vecinos estas novedades.

 

Al otro día los mayas volvieron a los navíos a bordo de doce grandes canoas; también repetían una frase que los españoles entendieron como “cones cotoche, cones cotoche”, lo que se ha interpretado como conez cotoch, “venid hasta nuestras casas”; aunque también es factible que fuese “Ecab cotoch”, “somos de Ecab”, de donde se derivó “Cotoche” (Catoche), nombre con el que bautizaron este cabo.

 

Hacía varios siglos había terminado la época de esplendor del Horizonte Clásico maya. En este tiempo Yucatán estaba dividido en unos diecisiete señoríos independientes y en guerra endémica. Ecab erade los mayores.

 

Bajaron los bateles, dejando a los marineros a bordo. La playa rebozaba de mayas curiosos. Los hombres vestidos con maxtles, mantos y sandalias de piel; las mujeres, con faldas que tapaban también el pecho. Tal vez por ello “los tuvieron por hombres de más razón que los indios de Cuba, que iban desnudos”, comenta Díaz del Castillo.

 

La primera batalla

 

Enfilaron hacia el poblado en buena formación y con pocas armas: unas quince ballestas y diez escopetas. El pueblo tenía unas mil casas. El señor local los invitó a la suya, cercada de piedra, en cuyas cercanías observaron una escena perturbadora: cabezas humanas cercenadas.

 

Luego deambularon por las calles, aunque en algún momento los nativos intentaron impedirles el acceso a un santuario al colocarse frente a ellos. El capitán insistió. Según Díaz, encontraron en su interior “muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios, y otros como de mujeres, y otros de otras malas figuras, de manera que al parecer estaban haciendo sodomías, los unos indios con los otros”. Era esto una primera mención del supuesto homosexualismo indígena, muy repetido en el futuro: el llamado “pecado nefando”, considerado una de las peores manifestaciones de sus “torpezas”. Además, había algunos objetos de culto, así como de oro de baja calidad, los cuales se llevó el clérigo Alonso González.

 

Les intrigaron ciertas “cruces” del templo, por lo insólito de su presencia y por lo que podían significar; de hecho, se trata de la primera mención de la cruz maya, símbolo de la tierra y la lluvia. Hicieron múltiples especulaciones sobre la posibilidad de que los nativos hubieran sido evangelizados antes o de que fueran descendientes de pueblos venidos del Viejo Mundo.

 

Luego, los nativos les llevaron de comer, a la sombra de un gran árbol, guajolotes asados, tortillas de maíz y miel en calabazas. Aparte, les dieron algunas piezas de oro de poco tamaño. Cabe decir que en la zona no había minas de oro, sino que se importaba de lo que hoy es Centroamérica y el México central.

 

Nombraron a la población Gran Cairo, tal vez especulando que era parte de Asia. Hernández de Córdoba tomó posesión del nuevo territorio en nombre de la Corona de España. Para cuando oscurecía, decidió pernoctar cerca de un pozo. Al amanecer, los nativos cambiaron de humor: estaban armados, ataviados con penachos y adornos elaborados, y su lenguaje corporal era claro: los españoles debían regresar a sus navíos o recibirían una lluvia de flechas.

 

Tal vez entonces sucedió la escaramuza que mencionan ciertas crónicas, fuera debido al robo perpetrado por el clérigo o porque los indígenas no deseaban seguir alimentando ni tener cerca a tantos extranjeros cuyas intenciones desconocían. Por lo menos unos dieciséis españoles fueron heridos y quince nativos murieron.

 

Sin embargo, lo ya visto avivó en los españoles la esperanza de encontrar mayores riquezas, mas también su temor y recelo, pues estos pobladores eran los primeros guerreros que veían tan organizados y bien armados. Lograron reembarcar luego de haber tomado prisioneros, lo que acostumbraban hacer para entrenarlos como traductores y guías. Entre los cautivos había dos “trastabados de los ojos” (bizcos), como dice Díaz, que fueron bautizados como Melchor y Julián. 

 

 

Éste sólo es un fragmento del artículo "El desventurado conquistador Francisco Hernández de Córdoba" del autor Jaime Montell, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 103