Mariano Abasolo, un héroe de la Patria que se vio obligado a unirse a la revolución de Independencia

Carmen Saucedo Zarco

La mañana del 15 de marzo de 1816 fue sepultado Mariano Abasolo en el arenoso lecho del cementerio de San José Extramuros del milenario puerto español de Cádiz. Una fiebre puso fin a cinco años de prisiones; en la última, una celda del Castillo de Santa Catalina, había durado solamente seis meses. De los principales jefes insurgentes capturados en Acatita de Baján el 21 de marzo de 1811, fue el único que tuvo la suerte de escapar de la sentencia de muerte, una fortuna que sólo prolongó su desgracia. 

 

¿Conspirador de Querétaro?

Cuando Mariano Abasolo fue interrogado en Chihuahua sobre su participación en los planes de insurrección, negó cualquier implicación en ellos. Y esto lo confirman las propias declaraciones de Hidalgo y Allende, pues no lo nombran entre los conspiradores de Querétaro. Abasolo tampoco es mencionado entre los que se reunieron la noche del 15 de septiembre de 1810 y la madrugada del 16 al ser descubierta la conjura, ni Allende lo mandó buscar para advertírselo. Los testimonios coinciden en que Abasolo no participó en las primeras acciones de aquella mañana; sólo le fue exigido dar de almorzar a los gachupines encarcelados y que se abriera el arsenal del cuartel, órdenes a las que no se opuso y que cumplió sin salir de su casa.

Si bien no parece haber participado directamente en la conspiración, sí estaría en conocimiento de lo que preparaba Allende, pues no eran tan secretos sus movimientos ni sus opiniones contra el gobierno virreinal. Incluso, Abasolo admitió estar de acuerdo con la idea de quitar el gobierno y mando a los europeos como lo proponía aquel, pero es evidente que, al hacerse realidad la insurrección, se retrajo.

Mariano Abasolo habría sido el primero de muchos criollos en dar marcha atrás al darse cuenta de que Hidalgo había desatado los reprimidos deseos de venganza entre españoles, criollos, indios y castas. Le habría asustado el modo en que fueron tratados los gachupines de Dolores, la mayor parte de ellos amistades o parientes por vínculo espiritual, como José Antonio Larrinúa, vecino y amigo de su padre, quien al momento de ser aprehendido fue herido. Ante esto, no dudó en advertir a su administrador, otro peninsular, de lo que sucedía y hacerlo huir de la población antes de que los seguidores de Hidalgo le echaran mano.

Otro hecho elocuente es que cuando Hidalgo y Allende salieron de Dolores con el incipiente ejército insurgente el 16 de septiembre, Abasolo no los acompañó, antes bien envió un mensajero para avisar al comandante del regimiento en San Miguel sobre el levantamiento, pero fue interceptado sin lograr su cometido. Viéndolo rezagado, Hidalgo y Allende lo hicieron salir del poblado al día siguiente. Abasolo se presentó en San Miguel el Grande ante ellos con su madre, su esposa Manuela Rojas Taboada y su hijo, un cuadro que no conmovió a los caudillos. Hidalgo le dijo que no le quedaba más remedio que seguirlos y Allende le puso dos criadas de su casa con el fin de asistir al niño y las mujeres, para así dejarlo sin el pretexto de que desamparaba a su familia.

Abasolo ya no pudo resistirse… pero tampoco tomó parte en las subsiguientes acciones bélicas, ni fue requerido en las reuniones donde se decidía la estrategia de guerra, a pesar de haber recibido dos ascensos castrenses. Era patente que no participaba del espíritu militar que sí poseían otros compañeros de Allende… Más que nada, reprobaba los procedimientos de Hidalgo y Allende negándose a participar de la violencia en que las víctimas eran tan españoles como su padre, su suegro y otros conocidos.

A pesar de esto, Allende lo obligó a acompañarlo en todas sus marchas, pues en sus cálculos políticos Abasolo le era útil debido a que su apellido era parte de la propaganda que el sanmiguelense usó para respaldar el movimiento de independencia, además de dar a la dirigencia insurgente un aspecto cohesionado tanto hacia fuera como al interior, al conformarla con prominentes miembros de las élites locales.

Una mujer con muchos pantalones

Para no ser presa de las venganzas realistas, Manuela, con su suegra y su hijo, salió de Dolores en busca de su marido, al que no halló hasta Guadalajara, donde pudieron reunirse. En esa ciudad, el matrimonio emprendió uno de los actos más valientes que en tiempos de guerra pueden alcanzar los sentimientos humanitarios. Aprovechando su grado militar, se impuso a las huestes asesinas toleradas por Hidalgo, de modo que comenzó a rescatar a los españoles que pudo, así como a intervenir para que no les fueran afectados sus bienes. Enterado de lo que sucedía a los españoles que eran apresados, Abasolo impidió, en diversas ocasiones, que fueran aprehendidos al expedirles pasaportes o esconderlos en casas seguras. Manuela se encargaba de trasmitir recados, comunicarse con sus familias y procurarles consuelo.

Pero Manuela urgía a su marido para que se separara del ejército insurgente, con lo que Abasolo decidió pedirle su baja a Hidalgo y a Allende, además de dinero. Ambas cosas le fueron negadas e Ignacio ordenó que el matrimonio se apartara, pues bien sabía que Manuela persistiría en su intento de sacar a Mariano de su control, por lo que resolvió ponerle centinelas con la orden de matarlo si escapaba.

Al marchar a Puente de Calderón, Manuela permaneció en Guadalajara hasta la entrada de los realistas José de la Cruz y Félix María Calleja. A ellos informó lo que sabía, pero sobre todo abogó por su esposo, para el que pidió el indulto. Además, ofreció dejar a su hijo, el pequeño Rafael, en calidad de rehén mientras ella alcanzaba a Mariano para hacerlo desertar. Y aunque no lo logró, escribió a Mariano para contarle lo que ocurría, previendo el completo desastre de la campaña insurgente. Abasolo, por su parte, hizo intentos por desertar, pero o no tuvo la fuerza o no encontró la oportunidad. Luego fue demasiado tarde.

Manuela traspuso desiertos y montañas hasta alcanzar a Mariano en Chihuahua, donde estaba preso. También lo estaban su hermano Pedro y su primo Ignacio Camargo, quien fue pasado por las armas. Convencidos los juzgadores del comportamiento de Abasolo, concedieron a la esposa reunir pruebas de su actuación en los meses de la relampagueante insurrección. Con esta esperanza regresó a Guadalajara, donde pidió a las autoridades reunir testigos que declararan sobre cómo había intervenido su marido para salvar sus vidas.

 

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