Los olores nauseabundos de la guerra contra Estados Unidos

La pestilencia tras la batalla de Monterrey en 1846 contra la invasión norteamericana

Enrique Tovar Esquivel

En el Monterrey de la primera mitad del siglo XIX, distintos miasmas impregnaban las calles y plazas: eran las fetideces de las vísceras, sangre y pellejos derramados en el suelo del degolladero ubicado a una cuadra de la plaza de Armas; las pestes de la atarjea en la calle principal llamada del Comercio, concebida para recolectar el agua de lluvia y que terminó como desagüe de los meados y excreciones de sus vecinos; las pestilencias de la basura tirada en cualquier parte y los vahos pútridos de los muertos enterrados al interior de sus templos.

 

Aunque se decía que a mediados del siglo XIX la ciudad era un vergel acompañado de aromas propios de su vegetación y un ambiente tan puro que incluso el escritor Manuel Payno los refirió en la sección “Panorama de México” del semanario El Museo Mexicano en 1844, éstos estaban justo en las afueras de la traza urbana; dentro de ella sólo había aires malsanos.

 

La sangre olía a metal

 

Otros olores comenzaron a percibirse en la ciudad de Monterrey cuando ésta fue atacada el 21 de septiembre de 1846; el ambiente fue envuelto con un fuerte olor a pólvora quemada y tierra levantada…

 

El 21 de septiembre dejó un gran número de muertos y fue el Fortín de las Tenerías uno de los sitios donde hubo más bajas: “una bala de cinco kilogramos y medio –señaló Thomas Bangs Thorpe– literalmente pasó por en medio de las filas cerradas del Regimiento de Tennessee, lanzando fragmentos de seres humanos al aire y empapando a los vivos con su sangre”, misma que sería derramada por los cadáveres enemigos en el puente de la Purísima y que los soldados mexicanos pasaron por encima para pelear cuerpo a cuerpo con los invasores que seguían de pie “entre el humo de su sangre impura”. Y aunque la sangre no desprende humo, sí despide un olor metálico y éste debió flotar en el ambiente ante los numerosos muertos que yacían amontonados junto a los lacerados, como el de una joven mexicana que curando heridos cayó abatida ese día. Llegada la noche, una pertinaz lluvia disipó esa sensación olfativa.

 

La hediondez de los cuerpos

 

Un combatiente norteamericano recordaría que al día siguiente el cadáver de aquella mujer seguía ahí, con el pan a un lado y su cántaro roto. Decidió con otro compañero sepultarla y, mientras cavaban la fosa, “las balas de cañón caían en derredor como una granizada”. Durante el enfrentamiento de ese segundo día, el soldado Wyn Koop, de Zanesville, Ohio, escribió:

 

Una bandera de parlamento fue enviada a los mexicanos, pidiendo unas horas para enterrar los cadáveres que sembraban el campo en espantosos montones. Se rehusó la petición y los muertos y heridos quedaron donde cayeron, bajo los rayos de un sol quemante hasta que terminó la batalla. Era casi imposible para nuestros hombres soportar el hedor mientras hacinaban en sucios montones a los pobres compañeros caídos. Los cadáveres estaban tan negros como carbones.

 

El tufo aludido por Wyn Koop eran los gases expulsados durante el proceso de putrefacción de los cuerpos del día anterior, acelerado por la lluvia y el bochornoso calor, lo que afectó no sólo el aspecto sanitario sino también el estado anímico. El encarnizado enfrentamiento continuó bajo esas condiciones.

 

El reino de las pestes

 

El 23 y 24 de septiembre no fueron diferentes y el temor de contagio crecía. En el siglo XIX los médicos creían que las primeras emanaciones cadavéricas eran las más peligrosas, motivo por el cual los campos de batalla entrañaban un mayor riesgo.

 

El soldado John R. Kenly recordaba que su compañía salió de El Nogalar el día 24 con rumbo a las Tenerías, y al acercarse, los soldados comenzaron a percibir el hedor de los muertos enterrados y sin sepultar. A tal punto les fue ofensivo que muchos hombres vomitaron. Al llegar la noche, Kenly lamentaba la larga espera, pues el “hedor espantoso” aumentaba cada hora, lo cual impidió que la compañía descansara…

 

Los cuerpos mencionados por Kenly eran de al menos treinta soldados mexicanos enterrados a lo largo de un parapeto o cortina que se extendía desde el Fortín de las Tenerías hasta una destilería convertida en reducto, apenas estaban cubiertos con una delgada capa de tierra.

 

Los animales en el teatro de la guerra

 

La fauna muerta en el combate urbano importa en la medida de lo nocivo que era para la salud de los habitantes. Esto da una nueva dimensión a las consecuencias de la guerra en contextos urbanos donde las víctimas no se reducen a seres humanos, sino también a caballos, burros, perros, gatos, vacas, cabras, cerdos y hasta gallinas que, cuando morían por el fuego de los mosquetes o las bombas, tardaban días en ser enterrados o incinerados, lo cual provocaba una desagradable vista, y aún peor experiencia olfativa, lo que originaba el temor de que podría desencadenarse una enfermedad contagiosa. Los animales muertos terminaban siendo un enemigo más.

 

Esta publicación es un extracto del artículo "Hedores de la guerra. La batalla de Monterrey en 1846 y sus nauseabundas emanaciones" del autor Enrique Tovar Esquivel, que se publicó íntegramente en la revista impresa de Relatos e Historias en México No. 100. http://relatosehistorias.mx/la-coleccion/100-cien-ediciones-contando-his...