La policía secreta del gobierno conservador en la Guerra de Reforma

Emmanuel Rodríguez Baca

Al despuntar el alba de la mañana del 21 de enero de 1858 Ignacio Comonfort abandonó Ciudad de México, después de diez días de combates en su interior. Su salida permitió al llamado ejército regenerador asirse de la preciada capital en la que, en los próximos tres años, habría de asentarse la sede de los gobiernos de Félix Zuloaga y Miguel Miramón. Los enfrentamientos en las calles de la ciudad habían terminado, no así en el interior del país, en el que las fuerzas de los gobiernos en pugna, liberal y conservador, que se asumieron como legítimos, se preparaban para la contienda armada.

 

Si bien las acciones militares más importantes de esta guerra habrían de sobrevenir en el occidente y centro-norte de la República, esto no significó que Ciudad de México no experimentara sus estragos, ya que esta vivió una guerra particular: ahí los agentes liberales conspiraron y patrocinaron levantamientos para desestabilizar a la administración que emanó del Plan de Tacubaya de diciembre de 1857, el cual daría pie a la Guerra de Reforma. Esta situación creó un ambiente de temor, desconfianza y paranoia que obligó a Zuloaga a organizar un cuerpo de policía secreta para vigilar, perseguir y encarcelar a los enemigos de su régimen.

 

Lagarde y su “tupida barba rubia tan conocida en México”

 

Desde el inicio de la Guerra de Reforma, los periódicos de la capital del país habían alertado al gobierno sobre las reuniones que, con “descaro”, realizaban los partidarios de la Constitución de 1857 en casas particulares y espacios públicos, con el objeto de seducir a la guarnición del lugar, por lo que le demandaron castigar a las personas que a ellas concurrieran. Para complacer esta solicitud, Zuloaga ordenó la creación de una policía política, cuya dirección ofreció a Miguel María de Azcárate, gobernador del Distrito Federal, quien se excusó de aceptarla mencionando que únicamente deseaba ocuparse de la atención de aspectos administrativos. Ante esta negativa, la responsabilidad recayó en el coronel de caballería Juan B. Lagarde.

 

Juan Bautista Lagarde Gassion había iniciado su carrera militar en 1839, a los dieciocho años de edad, como escribiente del cuerpo político de la Armada en su tierra natal: el puerto de Veracruz, en el que sus superiores lo acusaron de ser “desafecto al servicio y trabajo”. Ese mismo año se trasladó a Ciudad de México, en donde habría de tener un ascenso vertiginoso en el ejército, lo que al parecer logró gracias a las relaciones con su coterráneo Antonio López de Santa Anna, quien en 1844 lo incorporó a su Estado Mayor como ayudante personal.

 

Fue hasta el 1 de febrero de 1848, después de participar en la campaña del norte durante la guerra contra Estados Unidos, que por instrucciones del presidente Manuel de la Peña y Peña, Lagarde regresó a Ciudad de México para darse de alta en el cuerpo de policía. Este hecho es significativo pues con ello inició su trayectoria como agente de los gobiernos que se establecieron en la capital entre 1848 y 1852, labor que, por otro lado, le permitió estar en contacto con los sectores populares, recorrer los cuarteles y barrios de la ciudad; experiencia y conocimientos que le serían útiles en el transcurso de la Guerra de Reforma.

 

Fue durante la última administración de Santa Anna (1853-1855) que Lagarde, ya como jefe del cuerpo de policía, se convirtió –con base en un testigo de la época– “en un infame esbirro y uno de los hombres más serviles del tirano”. En efecto, este personaje se caracterizó por sus abusos desmedidos, pues sin más averiguación aprehendió y envió a la cárcel a un sinnúmero de presuntos enemigos políticos, militares y personales, de Su Alteza Serenísima. Fue también en este periodo que comenzó a gestarse la aversión entre Lagarde y Francisco Zarco; en sus informes oficiales, el primero acusó al periodista de “sedicioso” por las críticas que, desde El Siglo Diez y Nueve, hacía al gobierno, motivo por el que en más de una ocasión lo persiguió e impuso multas económicas. Este encono aumentaría con los años y durante la guerra civil de 1858 a 1860 alcanzaría su punto más álgido. Como reconocimiento a sus eficientes servicios al frente de la policía, Santa Anna ascendió a Juan Bautista a teniente coronel.

 

Una vez que el movimiento iniciado en Ayutla en marzo de 1854 se extendió por gran parte del país, Santa Anna abandonó Ciudad de México acompañado de sus colaboradores, siendo Lagarde uno de ellos; sin embargo, este fue hecho prisionero en las inmediaciones de Orizaba a bordo de una diligencia cuando iba “disfrazado de clérigo y sin la tupida barba rubia tan conocida en México”. Su captura deleitó a los liberales, quienes pidieron que fuera juzgado y ahorcado, castigo que merecía por la crueldad que mostró como jefe de policía. De manera provisional se le envió a San Juan de Ulúa, pero logró escapar en abril de 1856 y luego se dirigió a La Habana, Cuba, en compañía de Antonio Haro y Tamariz, Leonardo Márquez y Luis G. Osollo, todos ellos connotados conservadores y opositores al gobierno encabezado por Comonfort. No conocemos en qué momento regresó a México; no obstante, en enero de 1858 comandó en la capital una sección de infantería que desconoció a dicho presidente.

 

Persecución de los disidentes liberales

 

Los antecedentes que hemos mencionado, y su evidente apego al partido conservador, al parecer fueron los motivos por los que Zuloaga consideró a Lagarde la persona idónea para mantener el orden en la sede de su gobierno y perseguir a los agentes constitucionalistas que ahí permanecieron. El 31 de enero de 1858 Juan Bautista tomó posesión como jefe de la policía política, cuerpo del que también formó parte su hermano Luis, entonces teniente coronel, Sebastián Rubio y José M. Perdomo. Estos personajes de inmediato implementaron “una sobrevigilancia suspicaz, incesante y perenne”, como mencionaron los propios liberales, sobre aquellas personas sospechosas de ser desafectas a la administración tacubayista.

 

A partir de entonces, como apuntó Francisco Zarco, “ninguna persona tuvo garantías”; las prensas fueron destruidas y políticos, militares, estudiantes, empleados del gobierno, vecinos en general y aun los propios conservadores fueron acechados. En muchas ocasiones este desasosiego daría pie a que las autoridades permitieran el registro de los edificios públicos y domicilios particulares, sin quedar exentos los de los funcionarios, en los que se sabía, o sospechaba, se refugiaban los emisarios juaristas, quienes terminarían en las cárceles de la Diputación, la antigua Acordada y la de Santiago.

 

Los agentes secretos de la policía pronto salieron a los barrios y a las calles, en donde su presencia no pasó desapercibida para los vecinos debido a sus excentricidades mientras estaban de comisión. Tal fue el caso de Vicente Segura Argüelles quien, desde el Diario de Avisos, periódico del cual era editor, llamó la atención sobre esto:

 

A todas horas del día y de la noche, recorren las calles unos hombres vestidos, por todo ropaje, con calzón, camisa y sábana o frazada, debajo de la cual llevan armas de fuego y blancas [...] El aspecto de estos hombres –repugnante y siniestro–, de andar obsceno y mirada torva [que] esconden los rostros en las alas de los sombreros de petates o poblanos, no es para tranquilizar a nadie […] nadie que los vea puede juzgarlos otra cosa que facinerosos; y sin embargo, esos hombres son agentes de la autoridad a la que sirven en clase de comisiones secretas.

 

Más allá de la impresión que su extravagante apariencia ocasionó entre la población, la policía secreta comandada por Lagarde fue eficaz en su tarea para neutralizar a los agentes juaristas; evidencia de ello es que entre los meses de junio y diciembre de 1858 aprehendió a Juan José Baz, Felipe Buenrostro, José María Picazo, Vicente Rosas Landa, Florencio M. del Castillo, Benito Quijano, Manuel Romero Rubio, Ignacio Cumplido, Vicente García Torres, Agustín del Río, José María del Río, Felipe Berriozábal, Vicente Riva Palacio y Manuel Doblado, entre otros, todos ellos connotados liberales a quienes se acusó de conspiradores y por lo mismo fueron enviados a distintas cárceles con la nota de “reos de Estado”. De estos, el general Quijano fue detenido en su casa de la calle de las Ratas; al momento de su arresto intentó romper unos documentos “comprometedores” que tenía sobre la mesa, de lo que desistió cuando el propio Lagarde lo amenazó con “saltarle la tapa de los sesos” si lo hacía.

 

Por su parte, Berriozábal fue sorprendido con papeles que acreditaban su apego al gobierno establecido en el puerto de Veracruz y en los que se evidenciaba que pretendía distribuir dinero entre la guarnición de la capital para que desconociera a Zuloaga. Estas aprehensiones le valieron a Lagarde su ascenso a coronel de caballería permanente.

 

 

Esta publicación sólo es un extracto del artículo "La policía secreta del gobierno conservador en la Guerra de Reforma" del autor Emmanuel Rodríguez Baca, que se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México número 110.