El Teatro del Pueblo

Uno de los mejores ejemplos de la arquitectura posrevolucionaria
Guadalupe Lozada León

Inaugurado con el nombre de Teatro Cívico Álvaro Obregón en 1934, como parte del conjunto del mercado Abelardo L. Rodríguez, este recinto constituye uno de los mejores ejemplos de la arquitectura posrevolucionaria. Por su carácter y objetivos, desde un inicio fue llamado Teatro del Pueblo, nombre con el que se le conoce hasta hoy.

 

 

Fue en el interior del magno Teatro Cívico Álvaro Obregón (hoy en la calle de República de Venezuela, en el corazón de la capital mexicana), durante el día de su inauguración, el 24 de noviembre de 1934, cuando el licenciado Aarón Sáenz, jefe del entonces llamado Departamento del Distrito Federal (DDF), expresó:

 

Este teatro funcionará como centro cívico la mitad de los días de la semana y los días restantes se usará para espectáculos de extensión cultural y popular y a la vez de sano esparcimiento para el público de aquellas barriadas compuesto especialmente de trabajadores. Con esto se logrará también una orientación de ideología avanzada para realizar así una obra de altura moral y de fortaleza para el espíritu de nuestras masas. […] los cuadros que se forman para trabajar en el Teatro Cívico se organizarán con el carácter de cooperativas de artistas bajo la vigilancia y dirección de la Dirección General de Acción Cívica […] Con esto el Departamento se propone coadyuvar, dentro de su radio de acción a la labor suma, eficiente y avanzada, de autores y actores mexicanos, apoyando también en esta forma sencilla y primordial la formación progresiva de nuestro teatro típico nacional. […] También se proporcionará este local a las agrupaciones de los trabajadores y de estudiantes y a las sociedades de estudio, mutualismo y de cualquier otra manifestación de cultura que lo soliciten […] En esta forma el Teatro Cívico “Álvaro Obregón” vendrá a constituir por sí mismo un verdadero servicio social.

 

Como mencionamos en el número anterior de Relatos e Historias, este singular complejo arquitectónico se construyó sobre lo que habían sido los colegios jesuitas de San Pedro y San Pablo y de San Gregorio; así, las huertas de este último se destinaron para el mercado, mientras que la obra que los miembros de la Compañía de Jesús habían dejado inconclusa al momento de su expulsión fue utilizada para el teatro.

 

En el mencionado discurso, Sáenz agrega:

 

La Secretaría de Hacienda puso a nuestra disposición el antiguo cuartel “Rodríguez Puebla” enclavado en el corazón de la cuádruple manzana comprendida entre las calles del Carmen, Colombia, Rodríguez Puebla y San Ildefonso, con una sola salida estrecha a la calle de Rodríguez Puebla […] Fue necesario adquirir toda la periferia con frente a las calles de Rodríguez Puebla [donde en la época colonial había estado el Colegio de las Inditas], Colombia y Callejón de Girón formando así el amplio espacio donde hoy se levanta este hermoso edificio cuya construcción nos ha permitido restaurar una página de piedra de nuestra historia política, social y arquitectónica que debemos legar a la posteridad como una constancia del primer siglo de la vida colonial de nuestra metrópoli: el siglo XVI.

 

Era éste el encomiable espíritu de conservación del patrimonio en un gobierno que, por otro lado, no se había tocado el corazón para demoler el templo de Santa Brígida al ampliar la avenida San Juan de Letrán (justo enfrente de donde hoy se levanta la Torre Latinoamericana), entre otros recintos.

 

En el acto de apertura, el jefe del DDF daba más detalles sobre la construcción del inmueble: “El proyecto se concibió en armonía con el ambiente arquitectónico del barrio, apoyándose en el tema de las formas sencillas, robustas y racionales del añoso claustro, que ha quedado asomándose a la vía pública del tránsito moderno, formada por la apertura de la prolongación de la calle de Venezuela cuya acera norte la ocupa totalmente el mercado [con el teatro incluido] y la acera sur, las otras construcciones que fueron de dicho colegio de San Pedro y San Pablo”.

 

Con ese ánimo renovador –con el que también se había inaugurado dos días antes el Centro Escolar Revolución–, el mercado Abelardo L. Rodríguez y el Teatro Cívico Álvaro Obregón abrieron sus puertas en aquel ya lejano 1934, de acuerdo con un programa que incluyó la asistencia del presidente de la República: el propio Rodríguez. En el escenario dispuesto para el acto inaugural se presentaron la Orquesta Típica de Policía, el compositor José Agustín Ramírez y los alumnos de la Casa de Orientación para Mujeres y Orquesta, además de la obra Los amigos del señor gobernador, una comedia de corte político escrita por el senador David L. Cossío, entre otros actos.

 

Fusión de símbolos y tradiciones

 

Distinta fue la temática que quedó plasmada en los muros interiores del Teatro del Pueblo, en cuyo vestíbulo sólo una serie de azulejos de talavera poblana con figuras de pájaros rodeando canastos de frutas es la única decoración de este espacio de paredes blancas.

 

Con sus cientos de lunetas y butacas, el recinto está decorado con la obra de J. Campos W., artista prácticamente desconocido que integró varias técnicas al recubrir los arcos de la bóveda con espejos que sirven de guía para admirar una serie de dibujos que representan variadas especies de animales y plantas, los cuales están ubicados en la parte alta de los muros. Debajo de esta especie de cenefa, Campos desarrolló una serie de medallones, cada uno con el nombre de algún dramaturgo reconocido. Luego, en el centro del arco del proscenio, un mosaico confirma el nombre del teatro. A los lados, el artista colocó sendas figuras con forma de abanicos, flanqueados a su vez con pequeños azulejos de formas geométricas que se combinan con espejos, ocupando todo el volumen.

 

Pero lo que más llama la atención de este emblemático espacio cultural son los dos personajes que decoran las paredes laterales y el espacio superior del arco ya mencionado, a quienes describe la investigadora Leticia Manríquez Salazar:

 

El de la derecha, ataviado con capa, sable y caballo, observa a su compañero de la izquierda que porta un resplandor totonaco [nombre que se da al gorro que utilizan estos indígenas en sus danzas] y agita unas maracas. […] La decoración floral que rodea a estos dos personajes es mucho más rica que aquella del plafón donde dominan los cafés y ocres; en las paredes, el artista utilizó naranjas, azules, amarillos y rosas, mostrando un dibujo casi artesanal, como si pliegos de papel amate decorado hubieran sido extendidos sobre los muros. La exuberante vegetación refuerza la idea de que se trata de una danza de invocación a la lluvia, tan necesaria para el desarrollo de las plantas.

 

El Teatro del Pueblo fue llamado de esta manera por la prensa desde el mismo día de su inauguración y aunque hasta hoy permanece escondido o desconocido para mucha gente, sigue enfrentando el paso de los años y guardando en su interior una joya de la expresión plástica del México posrevolucionario.