El sismo que cambió a un país y la ciudad que se tragó a un terremoto

Arno Burkholder

Por una desgraciada coincidencia, dos de los peores temblores que ha sufrido México ocurrieron el mismo día, con más de tres décadas de diferencia. Los dos se parecen mucho entre sí y al mismo tiempo son totalmente diferentes. Ocurrieron en el mismo país, pero este ha cambiado bastante con el paso de los años. Afectó casi a los mismos lugares pero se encontró con una población que ya lo esperaba. Si el sismo de 1985 colaboró a transformar este país, el terremoto de 2017 ya lo encontró muy diferente a como era.

El 19 de septiembre de 1985 yo vivía en la Condesa, en la esquina de Ámsterdam y Citlaltépetl, en un ancho edificio de dos pisos que fue construido en los años treinta del siglo pasado y que mira hacia una de las fuentes que hoy es uno de los símbolos de esa colonia.

Antes de irme a la secundaria que estaba a una cuadra de mi casa, en la calle Ozuluama, me dio tiempo suficiente para bañarme, desayunar y salir al último minuto antes de que me cerraran la puerta. Como muchos capitalinos, veía el noticiero de Lourdes Guerrero cuando el sismo comenzó. Se fue la luz eléctrica con un chasquido y todo se movió violentamente. La coincidencia decidió que a esa hora estuviéramos juntos mis papás, mi hermana y yo, y que nos refugiamos bajo el dintel de una de las puertas del departamento.

Dos días antes, mi perro Bonifacio se metió debajo de la cama de mi madre y se la pasó ladrando todo el tiempo. Por más que lo intentamos, el animalito no quiso comer ni se calló. No entendíamos qué le ocurría hasta que terminó el temblor y Bonifacio al fin salió de su escondite.

Como no teníamos luz eléctrica, prendimos un radio de pilas y así escuchamos a Jacobo Zabludovsky narrando que la ciudad que él había conocido ya no existía. Televicentro, el conjunto Pino Suárez, los multifamiliares Juárez y parte del de Tlatelolco, el Hotel Regis… todo eso se había derrumbado.

Recuerdo que la luz regresó hasta la noche. En todo ese tiempo la atmósfera de la colonia estaba muy cargada. Había un espantoso silencio que era roto solo por las ambulancias que pasaban con sus sirenas encendidas. Días más tarde, se les sumaron las cuadrillas de motociclistas militares y varias camionetas que llevaban ataúdes.

Había que hacer algo para ayudar. Sabíamos que afuera, en las calles, miles de personas habían perdido sus casas y estaban a la intemperie; que los cadáveres se amontonaban por todas partes hasta que pudieron llevarlos al parque de béisbol del Seguro Social (en Viaducto y Cuauhtémoc); que mucha gente arriesgaba sus vidas al sacar heridos de los derrumbes; que llevaban agua y comida, que dirigían el tráfico y que empezaba a alzarse una gran indignación contra el gobierno de Miguel de la Madrid, el cual no se aparecía para ayudar a la población.

En nuestro caso, tuvimos la oportunidad de ayudar gracias a una coincidencia y un pasatiempo. Además de que se cortó el servicio telefónico, que en ese entonces era pésimo, lo normal era que las llamadas se “cruzaran” y uno escuchara conversaciones que no le importaban; pero en nuestra casa el teléfono funcionaba bien. Por otra parte, a mi papá le encantaban los radios, especialmente los que le permitían escuchar estaciones que no estuvieran en México. Había comprado en Alemania un aparato enorme marca Sony que pesaba como cinco kilos y con el cual oía programas de Estados Unidos y Europa.

Resulta que en esos días, una estación en California comenzó a mandar mensajes de personas que tenían a sus parientes en México y no sabían si estaban vivos o si era verdad que todo el DF había desaparecido. Estas personas dejaban los números telefónicos de sus familiares con la esperanza de que alguien pudiera comunicarse con ellos y decirles que en Estados Unidos querían saber qué les había pasado.

Durante varios días mi papá escuchó sin parar esa estación y tomó nota de todos los datos y números telefónicos. Cuando se reestableció el servicio, mi mamá agarró esos papeles y comenzó a hacer llamadas. Mucha gente respondía en español, otros en inglés y algunos hasta en alemán. Hubo quien contestó histérico diciéndole a mi madre que no molestara, pero la mayoría agradecía lo poco que pudimos hacer.

Pasaron semanas de miedo e incertidumbre, especialmente luego del segundo sismo, el 20 de septiembre. Las clases en la secundaria estaban suspendidas, así que solo quedaba ver la televisión y enterarnos de los edificios que demolían y de la ayuda proveniente de otros países que al fin aceptó el gobierno mexicano.

En cuanto se pudo, salimos a recorrer Ámsterdam para ver esos edificios cuarteados, rodeados con cables y cuerdas para colgar ropa con la intención de que nadie se acercara, y que además presumían el gran avance tecnológico de contar con péndulos hechos de tabiques y alambre, para vigilar su inclinación.

Poco a poco, entre los mensajes de “México sigue en pie” y la publicidad del próximo campeonato mundial de futbol en 1986, volvimos a la normalidad. Pero nunca olvidamos a los miles que murieron, el dolor de los que quedaron vivos y la advertencia de que un sismo como ese podría repetirse en cualquier momento.

32 años después

El 19 de septiembre de 2017, el día comenzó con la ceremonia oficial en recuerdo a las víctimas del sismo de 1985. A las once de la mañana se efectuó el gran simulacro nacional para seguir atentos ante la posibilidad de que el monstruo regresara…

Y regresó: México se ha convertido en el lugar donde los rayos sí caen dos veces en el mismo sitio, recordando al escritor Juan Villoro. El sismo ocurrió a las 13:14 horas y me encontró trabajando en mi nueva casa, al norte de la ciudad.

Lo primero que llamó mi atención fue que en este caso siempre tuvimos energía eléctrica. Lo segundo fue que ya no hubo una “versión oficial” de lo acontecido, como ocurrió en 1985 con Zabludovsky. Ahora vivimos en un exceso de información: Televisa, TV Azteca, Imagen Televisión, videos por internet, periódicos, portales de noticias y especialmente las grandes vías de comunicación en que se convirtieron Facebook y Twitter, gracias a las cuales la población no solo se enteró de lo ocurrido en tiempo real, sino que además pudo organizarse para ayudar a los afectados.

En 1985, México tenía poco más de 78 millones de personas. Hoy somos más de 123 millones. La capital dejó de ser un Distrito Federal para convertirse en una entidad política con gobernantes elegidos por sus ciudadanos, a la que ahora conocemos como CDMX. El sismo del 85 fue más fuerte (8.1 grados), pero su epicentro estuvo más lejos de la capital, frente a las costas de Michoacán. En 2017 fue de una magnitud de 7.1 y comenzó en el estado de Morelos.

 

Esta publicación sólo es un fragmento del artículo "El sismo que cambió a un país y la ciudad que se tragó a un terremoto" del autor Arno Burkholder. Si desea leer el artículo completo, adquiera nuestra edición #111 impresa o digital:

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