Iztapalapa, del Fuego Nuevo a la Semana Santa

Historia y Religión

Esther Sanginés

El actual Cerro de la Estrella en la Ciudad de México ha sido escenario principal de dos rituales que muestran el fervor  religioso  de  quienes  han  habitado  estas  tierras.  En la época prehispánica ahí se celebraba cada 52 años la ceremonia del Fuego Nuevo, en la cual era sacrificado un cautivo sacándole el corazón. Tres siglos después, los pobladores peregrinaban hacia sus faldas para venerar al Señor de la Cuevita, lo que décadas después devino en la famosa representación popular de la Pasión de Cristo.

 

Se han apagado ya todos los fuegos. Teas y braceros han dejado de brindar su calor. La oscuridad, el frío y el terror se adueñan de las almas. Las mujeres preñadas han cubierto sus caras con máscaras de pencas de maguey y se han encerrado en las trojes para que, en caso de que se conviertan en fieras, no devoren a sus maridos, hermanos o hijos. Los niños, enmascarados también, sufren pellizcos, golpes y sacudidas de los adultos cada vez que el sueño los vence; si se duermen, descenderán los tzitzimime para comerlos a todos.

Han transcurrido 52 años desde la última ceremonia toxiuh molpilia (“átanse nuestros años”): ¿será el fin de los tiempos? O ¿vendrá el xiuhtzitziquilo (año nuevo)? Las personas arrojan al agua sus enseres domésticos y sus dioses queridos –estarán mejor en el fondo del lago que abandonados–; las mujeres se despiden de metates y molcajetes. Sólo una pequeña flama de esperanza, oculta en lo más profundo de sus corazones, los mantiene en este mundo, y por ella habían hilado vestidos nuevos, tejido petates, renovado sus alhajas.

Familias enteras han subido al techo de sus casas. En la noche impenetrable dirigen sus miradas al Huizachtecatl (o Huizachtepetl), el cerro sagrado. Cuauhtlahuac (“águila sobre el agua”), valeroso gobernante de Itztapalapan, presencia la ceremonia del Fuego Nuevo. Los que están más cerca pueden observar los pasos lentos de los sacerdotes, vestidos para esa ocasión con los ornamentos de sus dioses.

Todas las miradas confluyen, todos los corazones laten al mismo ritmo, esperando el milagro. En medio de la expectación, el sacerdote del barrio de Copolco toma en sus manos los instrumentos. “Y se hacía la dicha lumbre a media noche, y el palo de donde se sacaba fuego estaba puesto en el pecho de un cautivo que fue tomado en la guerra, [...] abrían las entrañas del cautivo y sacábanle el corazón y arrojábanlo en el fuego, atizándole con él, y todo el cuerpo se acababa en el fuego” (véase: Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, tomo II, México, Porrúa, 1956, p. 268-274.).

Ese año (1507) el cautivo se llamó Xiuhtlamin. De su pecho generoso surgió la luz, una gran hoguera se prendió a la vista de los presentes, quienes agradecidos, sangraron sus orejas y las de sus hijos, y con su penitencia ataron los años. Veloces mensajeros de los dioses llevaron el fuego a todos los pueblos, se prendieron los ocotes “y los hombres y mujeres se vestían de vestidos nuevos”, se danzaba y cantaba alrededor de las fogatas. Se había vencido a la muerte, el año nuevo comenzaba: otra gavilla de 52 años quedó asegurada.

Xiuhtlamin fue el último cautivo sacrificado. Trece años después, Cuauhtlahuac (doña Marina le cambió el nombre y pasaría a la historia como Cuitláhuac. Cui en náhuatl significa “alga seca” o “excremento”) le advertiría a Moctezuma: “Plega a nuestros dioses que no metáis en vuestra casa a quien os eche de ella y os quite el reino, y quizá cuando lo queráis remediar no sea tiempo”. Sus palabras no fueron escuchadas.

A la muerte de Moctezuma, Cuauhtlahuac fue elegido tlacochcalcatl –puede traducirse como capitán general del ejército–, organizó al pueblo, encabezó el levantamiento contra los españoles y logró expulsarlos de la gran Tenochtitlan en la renombrada derrota de Hernán Cortés y sus aliados, la famosa “Noche Triste”, el 30 de junio de 1520. Gobernó como huey tlatoani durante unos cuantos meses, en los cuales coordinó la restauración de casas y calzadas destruidas, la limpieza de los canales y la construcción de nuevas fortificaciones; intentó establecer alianzas, mandó mensajeros a todos los pueblos para eximirlos de los trabajos obligatorios y tributos si se unían en la lucha contra los españoles. Pero el tiempo no le alcanzó: la viruela acabaría con su vida en diciembre de 1520.

Un nuevo mundo empezaba. El Huizachtecatl pronto se convertiría en Cerro de la Estrella. Después de ser bautizados, los macehuales de Iztapalapa continuarían sembrando en sus huertos, milpas y chinampas. Pasarían siglos para que, en el mismo lugar donde se encendía el Fuego Nuevo sobre el corazón de los cautivos, se prendiera el cirio pascual.

Era el año de 1833

Nuevamente el miedo se hizo presente. El cólera morbus causaba grandes estragos en el país. Los habitantes de Iztapalapa, presas de pánico y dolor, pedían con desesperación por la vida de sus seres queridos. En su angustia se acordaron del Señor de la Cuevita, a quien todos llevaban en la boca esos días para que detuviera la muerte. En septiembre acudieron en procesión a su santuario, en las faldas del Cerro de la Estrella, para pedir que los ayudara y se acabara la enfermedad. Según se cuenta, asistieron principalmente niños y jóvenes. En el archivo parroquial sólo se registraron cuatro muertes en octubre. Los pobladores agradecieron al Señor de la Cuevita el milagro. Como muestra de gratitud empezaron a representar la Pasión y Muerte de Jesús con su imagen y esculturas. Pero los jóvenes querían involucrarse más, revivir la Pasión. Después de varias décadas, en 1906 el pueblo decidió llevarla a cabo con actores.

La Semana Santa en Iztapalapa está ligada a la leyenda y veneración del Señor de la Cuevita, un Cristo que era transportado de Oaxaca a México para su restauración. Los arrieros encargados de su traslado se durmieron en un punto del camino real y al despertar ya no lo encontraron; a pesar de estar muerto, se había ido. Tras una intensa búsqueda se dieron cuenta de que estaba en la cueva donde hoy se le venera. A pesar de sus esfuerzos, no pudieron moverlo, pues a cada intento aumentaba de peso. Concluyeron que quería quedarse allí, llamaron al sacerdote y otros testigos para que certificaran por qué no devolvían la imagen a sus dueños. Ante esa “milagrosa” situación, los concurrentes decidieron hacerle un santuario sobre las ruinas de un templo culhua-mexica. Ese “primer portento” conmovió a los habitantes de Iztapalapa, quienes comenzaron a venerar al Señor de la Cuevita.

El Domingo de Ramos, en el santuario de la Cuevita se dramatiza la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. La liturgia cristiana se reproduce con características propias de los iztapalapenses. El Viernes Santo detrás de Jesús caminan unos cuatrocientos muchachos vestidos con túnicas moradas, portan coronas de espinas, van cargando grandes y pesadas cruces, flagelándose. Son “apóstoles” que pagan una manda. “Cuando Jesús es crucificado, los ‘apóstoles’ [...] levantan sus cruces. Poco después el cuerpo del crucificado se traslada al santuario del Señor de la Cuevita, donde termina la ceremonia”. A la tradición cristiana la llenaron de vida, música y danzas para embellecer la severidad del drama. La explosión de color, de adornos vistosos, luces y velas, así como de todo tipo de flores (naturales, de papel o plástico) con que engalanan las cruces, son reminiscencias de nuestra herencia indígena. En 1853 incluso el arzobispo de México prohibió las danzas paganas dentro del templo, pero los habitantes de Iztapalapa siguieron bailando fuera del santuario, en la plaza que lo enmarca. Representar la Pasión de Cristo es un esfuerzo colectivo y una fiesta que promueve la identidad y la cohesión.

El ritual del Fuego Nuevo lo llevaban a cabo los sacerdotes, mientras el pueblo se deshacía de sus cosas y se sangraba en un sacrificio expiatorio. En el siglo XXI las relaciones han cambiado: el pueblo es el protagonista, el organizador, el que dispone. La escenificación del martirio de Cristo en Iztapalapa está a cargo de los vecinos de los barrios La Asunción, San Ignacio, Santa Bárbara, San Lucas, San Pablo, San Miguel, San Pedro y San José, cuya vida se desenvuelve entre las exigencias de la gran ciudad y la tradición, entre los que mantienen su ancestral apego a la tierra, cultivan sus huertos o siembran su milpa en terrenos cada vez más reducidos y quienes demandan un espacio para vivir.

 

El artículo "Iztapalapa, plena de historia y religiosidad" de la autora Esther Sanginés se publicó íntegramente en Relatos e Historias en México, número 44